La muerte de la polilla (1942)

Las polillas que vuelan de día no son bien llamadas polillas; ellas no excitan ese agradable sentido de las noches oscuras de otoño y esa hiedra florecida que las más comunes posteriores alas amarillas adormecidas en la sombra de la cortina nunca fallan en despertar en nosotros. Son criaturas híbridas, ni alegres como las mariposas ni sombrías como las de su propia especie. Sin embargo el presente espécimen, con sus delgadas alas color heno, bordeadas por hilos del mismo color, parecía estar lleno de vida. Era una mañana agradable, de mediados de septiembre, apacible, benigna, pero con un aire más entusiasta que ese de los meses de verano. El arado ya estaba marcando el campo opuesto a la ventana, y donde ya había estado, la tierra estaba plana y resplandecía con humedad. Tanto vigor venía desde los campos y del plumaje que era difícil mantener los ojos estrictamente en el libro. Los cuervos también estaban dando una de sus festividades anuales; elevándose alrededor de las copas de los árboles hasta que parecía como si una vasta red con miles de nudos negros en ella hubiera sido arrojada al aire; la cual, después de unos breves momentos se hundía lentamente sobre los árboles hasta que cada rama parecía tener un nudo en la punta. Después, de repente, la red era arrojada en el aire nuevamente en un círculo más ancho esta vez, con el sumo clamor y vociferación, como si ser arrojado al aire y caer lentamente sobre las copas de los árboles fuera una experiencia tremendamente excitante.
La misma energía que inspiraba a los cuervos, los hombres arando, los caballos, e incluso, parecía, las libres desnudas colinas, envió a la polilla volando de lado a lado en el cuadrado de la ventana. Uno no podía evitar mirarlo. Uno, estaba, realmente, conciente de un extraño sentimiento de pena por él. Las posibilidades de placer parecían, esa mañana, tan enormes y tan amplias que sólo cumplir en la vida el rol de una polilla, y tener un día para serlo, parecía un duro destino, y su entusiasmo por disfrutar sus escasas oportunidades al máximo, patético. Voló vigorosamente desde un rincón del compartimiento, y, después de esperar allí un segundo, voló hacia el otro. ¿Qué quedaba para él más que volar a un tercer rincón y luego a un cuarto? Eso era todo lo que podía hacer, a pesar del tamaño de las colinas, lo vasto del cielo, el humo de las casas a lo lejos, y la romántica voz, de vez en cuando, de un barco en el mar. Lo que podía hacer lo hacía. Verlo, parecía como si una fibra, muy fina pero pura, de la enorme energía del mundo había sido encerrada en su frágil y diminuto cuerpo. Cuando cruzaba el panel de vidrio, me imaginaba que un hilo de vital luz se volvía visible. Era pequeño o nada pero vida. Pero, como era tan pequeño, y una forma tan simple de la energía que rodaba por esa ventana abierta y abriéndose camino a través de tan delgados e intrincados corredores en mi propia mente y en las de otros seres humanos, había algo maravilloso como patético acerca de él. Era como si alguien hubiera tomado una diminuta cuenta de pura vida y decorándolo lo más suavemente posible con plumón y plumas, la había hecho danzar y zigzaguear para mostrarnos la verdadera naturaleza de la vida. Así expuesto uno no podía recuperarse de la extrañeza del mismo. Uno puede olvidarse todo de la vida, viéndola acarreada y manejada y decorada y arrastrada que tiene que moverse con gran prudencia y dignidad. Otra vez, el pensar lo que toda esa vida podría haber sido si hubiera nacido en otra forma le hacía a uno ver sus simples actividades con cierta lástima.
Después de un tiempo, cansado del baile aparentemente, se apoyó en el pie de la ventana en el sol, y, el extraño espectáculo terminado, me olvide de él. Luego, mirando hacia arriba, mi vista fue atraída por él. Estaba tratando de continuar su baile, pero parecía o tan rígido o tan extraño que sólo podía volar al pie de la ventana; y cuando trataba de volar a través de ella fracasaba. Decidida a hacer otras cosas miré estos inútiles intentos por un tiempo sin pensar, inconcientemente esperando que él retome su vuelo, como uno espera que una máquina, que ha parado momentáneamente, empiece nuevamente sin considerar la razón de su fracaso. Después de tal vez el séptimo intento se resbaló del anaquel de madera y cayó, batiendo sus alas, sobre su espalda. La impotencia de su actitud me sorprendió. Se me ocurrió que estaba en dificultades; ya no se podía parar; sus patas luchaban inútilmente. Pero, cuando alcancé un lápiz, tratando de ayudarlo a levantarse, me di cuenta que el fracaso y la extrañez eran el acercamiento de la muerte. Dejé el lápiz otra vez.
Las patas de agitaban una vez más. Miré buscando el enemigo contra el cual luchaba. Miré afuera. ¿Qué había sucedido allí? Aparentemente era el mediodía, y el trabajo en los campos había cesado. Tranquilidad y silencio habían reemplazado la previa animación. Los pájaros se habían ido a alimentarse en los riachos. Los caballos estaban quietos. Pero el poder estaba allí de todas maneras, masificado afuera, indiferente, impersonal, sin atender nada en particular. De alguna manera era lo contrario a la polilla color heno. Era inútil tratar de hacer algo. Uno sólo podía ver los extraordinarios esfuerzos hechos por sus diminutas patas contra la inevitable fatalidad que podía, si lo hubiera elegido, haber sumergido la ciudad entera, no meramente una ciudad, sino masas de seres humanos; nada, yo sabía, tenía una oportunidad contra la muerte. Sin embargo, después de una pausa de cansancio, sus patas se movieron nuevamente. Fue magnífica esta última protesta, y tan frenética, que pudo finalmente pararse. Las simpatías de uno, naturalmente, estaban del lado de la vida. También, cuando no había nadie que le importara o que supiera, este esfuerzo gigantesco de una insignificante polilla, contra un poder de tal magnitud, tratando de retener lo que ninguno más valoraba o deseaba conservar, lo conmovía a uno de manera extraña. Otra vez, de alguna manera, uno veía la vida, una pura cuenta. Levanté el lápiz otra vez, en vano como sabía. Pero incluso cuando lo hice, las inconfundibles expresiones de la muerte se revelaron. El cuerpo relajado, e instantáneamente, rígido. La lucha se había terminado. La insignificante pequeña criatura ahora conocía la muerte. Al mirar a la polilla muerta, este diminuto triunfo de una fuerza tan grande sobre un antagonista tan débil me llenaba de sorpresa. Como la vida había sido extraña unos minutos antes, de la misma forma la muerte era ahora extraña. La polilla habiéndose parado ahora descansaba decentemente y serena sin queja alguna. O si, parecía decir, la muerte es más fuerte que yo.
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