martes, 14 de julio de 2009

El hombre de piedra


Es una noche como aquella. Un cielo oscuro, cubierto de nubes, y las gotas que caen sobre el asfalto y sobre mi rostro son mi única compañía. Las sombras me enceguecen, invaden mi cuerpo, como invadieron mi alma aquella vez.
Camino por Avenida Pueyrredón, a paso lento, mirando sin mirar. Sólo tengo un destino, un camino, el mismo que recorro cada noche. Las gotas frías se deslizan por mis mejillas, pero yo no siento nada. Es la sensación más cercana que tengo al llanto. Cargo el peso de mis culpas sobre mi espalda, sobre mi alma, pero sin importar cuán pesada sea esa carga, no puedo aliviarla ni siquiera en una lágrima. Estoy vacío por dentro, viviendo lentamente una muerte o muriendo lentamente en vida, ¿no es lo mismo acaso?
Cruzo Avenida del Libertador y me dirijo hacia la plaza Dante. Mis ojos buscan el banco que ya tanto conozco. Me siento, y ahí está él, como cada noche. Sus ojos parecen seguirme, juzgarme, como lo hacen segundo tras segundo, y su mirada, fría, distante, casi de piedra, reviven mis pecados, pero no los exorcizan. Y allí me quedo, preso de mi pasado, inmóvil en ese banco de plaza, apenas pestañeando, y casi sin respirar… A veces pienso que la gente que pasa cerca mío puede incluso confundirme con un monumento, con un ser de piedra y bronce. Si así lo piensan, lamentablemente, no están muy equivocados. Desde aquella noche, tan similar a esta, cada latido de mi corazón, y cada suspiro, me fueron convirtiendo más y más en un ser frío, más de piedra y bronce que de carne y hueso…
Era una noche de abril. Las nubes cubrían un cielo oscuro, sin estrellas, ocultando una tímida luna y tiñendo las calles de sombras. Las gotas de lluvia eran los únicos pequeños destellos que iluminaban mi camino. Hasta que vi sus ojos. Yo frecuentaba esas calles, Pueyrredón, Libertador, a veces Agüero, casi todos los días para ir y volver del trabajo pero nunca la había visto. Y allí estaba, caminando a metros mío, la mujer más hermosa que alguna vez vi. Su pelo rojizo ondulado parecía flotar en el aire mientras que la lluvia se deslizaba por sus brazos y caía de entre sus dedos. Así pude ver algo brillante en su mano derecha, un anillo, de oro aparentemente, por la distancia no podía distinguirlo por completo. Su cuerpo era perfecto, su cintura tan delgada, y sus piernas alargadas eran una tentación para cualquier hombre. “¿Estará casada?” me pregunté. No me importaba, no podía evitar quitar mis ojos de ella.
Acelerando el paso y, al parecer, adivinando mis pensamientos dobló por Levene; y yo, desviando mi camino, seguí sus pasos. Los únicos sonidos que podía escuchar, además de mi acelerada respiración, era el repiqueteo de la lluvia, y el incesante ruido de sus tacos. Sin embargo, al doblar la esquina un nuevo sonido invadió la noche, otros pasos, no de una persona, sino más bien de un animal, de un caballo. Miré por sobre mi hombro, pero solo la calle desierta descansaba a mis espaldas. Sin darle mayor importancia, volví a fijar mi vista en aquella mujer, y sin perderle el rastro apuré mis pasos, intentando alcanzarla. La mujer volteó su cabeza y sus ojos me miraron fijamente. Pude percibir su miedo, pero eso no me hizo detener, por el contrario, no esquivé su mirada y, sonriéndole mientras asentía con mi cabeza, aceleré al mismo tiempo que ella. Dobló por Avenida Libertador y en ese momento de entre las sombras vi la cara de un hombre, que ella pareció no percibir. Su mirada parecía desnudar mis pensamientos más profundos, aún así, no se veía asustado, por el contrario, sus ojos me seguían como advirtiendo que me aleje. Ignoré este pensamiento, asumiendo que era solo producto de mi conciencia que, generalmente yacía dormida, y a la cual no me interesaba despertar. (En ese entonces no creía en culpas o arrepentimientos). Seguí caminando, convencido de que iba a concretar mis deseos.
El galope de un caballo me hizo voltear una vez más, y así lancé una última mirada hacia ese hombre. En ese momento, su rostro salió de entre las sombras, y la luz descubrió a alguien robusto, de rasgos duros. Esa cara me era familiar, ya la había visto antes. Ignorándolo nuevamente, intenté buscar en vano a la mujer. Libertador sólo era habitada por algunas pocas personas que intentaban refugiarse de la tormenta bajo el techo de algún edificio. Mientras que yo sólo buscaba refugiarme en ella. Y allí estaba, cruzando la plaza. Su cabello rojizo brillaba bajo esa luna tímida, encendiendo más y más mi pasión.
Olvidándome de mi alrededor, crucé la calle corriendo y me dirigí sin disimulo alguno directamente hacia ella. Al escucharme volteó y al ver el rostro del hombre que la venía siguiendo hacia varias cuadras, asustada gritó. En ese momento su grito no provocó nada en mí, ya estaba acostumbrado al temor de las mujeres cada vez que me les acercaba. Sin embargo, su voz quedó grabada en mi memoria y aunque me resulta imposible describirla en palabras, hay noches en las que aún puedo escucharla no sólo en sueños, sino también en cada rincón de mi departamento.
Traté de alcanzarla para evitar que siga gritando, y ahí lo vi nuevamente saliendo de entre las sombras. Esta vez no solo su cara quedó al descubierto, sino también su torso y el resto de su cuerpo. Su torso de hombre era como el de cualquier ser humano pero el resto de su cuerpo era el de un caballo. Aunque pueda resultar imposible de creer, esa noche, estuve frente a un centauro. Eso explicaba los extraños pasos que había oído antes. El me estaba siguiendo. Siempre lo había hecho, cada noche que me acercaba a una mujer. Y esa vez había llegado demasiado lejos, estaba a punto de cumplir mi objetivo, por eso, tuvo que detenerme de otra manera, tuvo que revelarse ante mí, ante mi mundo.
Galopando a su encuentro intentó evitar que yo la tocara. Pero al ver esa criatura la mujer gritó aún con más desesperación que antes. El horror en su rostro me confirmó que no se trataba de una fantasía, de un perverso juego de mi mente, aquello era real por más fantástico que pudiera parecer. Ya no la deseaba, sólo quería escapar de esa plaza y, por primera vez, me arrepentía del rumbo que había tomado mi vida. Pero ya era demasiado tarde.
Por un momento todo pareció detenerse. Sólo estábamos nosotros en el corazón de Recoleta, en el centro de una desolada plaza, que durante el día vibraba con el trajín de una ciudad despierta, pero que ahora yacía dormida. Pero yo no estaba dormido, yo aún estaba consciente, y aunque por un segundo peleé por despertar de lo que esperaba fuera sólo una pesadilla, no lo era.
El sonido de los árboles que se mecían por el viento, las gotas de lluvia golpeando la tierra, los gritos de aquella mujer y el trote del centauro eran, hasta el momento, los únicos sonidos que retumbaban en mi mente, y que lo harían por mucho más tiempo. Pero de repente, ya no estábamos solos, había alguien más. Me di vuelta y pude ver a un hombre que corría hacia nosotros sosteniendo entre sus manos un arco y una flecha.
Sus ojos se posaban en mí y luego en el centauro, destilando furia y locura. Sólo encontraban alivio en la figura de la mujer. Acomodó su flecha y se dispuso a disparar. Al ver su mano pude ver algo brillante. Era un anillo, el mismo que llevaba su mujer. Apuntó y sin dudarlo disparó. Su tiro no falló, pero su instinto sí. Le disparó a un inocente, a la criatura que había salvado a su esposa de una violación y una muerte casi segura. Con lágrimas en los ojos, la mujer miró a su marido por última vez, y recostando lentamente su cabeza sobre su hombro, como compadeciéndolo por su error, huyó de aquella plaza. Su cabello rojizo se fue apagando entre las sombras.
La flecha hirió al centauro en el pecho. Éste, moribundo, se mantuvo erguido. Lentamente pude ver como sus patas se teñían de un gris plomo. Sus músculos y gestos quedarían para siempre tallados en piedra en esa plaza. Al mirar al arquero pude ver que éste también se había transformado en un ser de piedra. El latido de mi corazón era tan fuerte que prácticamente no podía soportarlo. Débil y agotado me recosté sobre uno de los bancos (el mismo en el que me siento cada noche).
Allí estábamos los tres, sin vida, presos de nuestros actos, como estamos en esta noche. El arquero de bronce condenado por haber matado a una criatura inocente; el centauro moribundo eternamente por haber sido acusado de un crimen que jamás cometió; y yo, una persona tan vacía y fría como estos monumentos que me acompañan noche tras noche; un ser humano, que no merece tal condición, y que segundo a segundo muere una muerte lenta y dolorosa en una plaza de Buenos Aires. Una persona que por sus actos errados debe pagar un alto precio, y que todas las noches se transforma , al igual que el arquero y el centauro, en un ser de piedra, pero que a diferencia de éstos, no representa un ser mitológico, sino la miseria, el ultraje y la degradación de algunos seres humanos que merecerían que su frialdad y perversión se reflejen en un cuerpo de roca.
Así es como, desde ese momento, me siento obligado a recorrer esas mismas calles y a mirar esas caras, esos ojos. Hay veces en que incluso escucho un grito y el galope de un caballo. Mi cuerpo y mi alma son prisioneros de esta plaza, la mirada del centauro es mi carcelera. Lo único que espero es algún día dejar de escuchar mis pensamientos, y no volver a ser un hombre “libre” durante el día. No creo que falte mucho tiempo para que eso suceda, cientos y cientos de noches son suficiente condena.
En ocasiones, me consuela pensar que pronto llegará el momento en el que sólo seré una escultura más, y al observarme, la gente se preguntará qué artista pudo esculpir rasgos tan perfectos que encierren el dolor de un corazón lleno de culpas. Ellos no se imaginarán la respuesta, y en vano buscarán el nombre de un mortal, pero la autora de esa imagen será la vida. Las decisiones que tomé en ella, las consecuencias de mis actos, serán las que le habrán dado forma a aquella obra. La última imagen.

1 comentario:

  1. Este cuento lo escribí este año para un concurso de Fundación el Libro. El nombre del concurso era "mitos e historias de Buenos Aires", y la consigna era escribir un cuento de no más de diez carillas acerca de un barrio, monumento, iglesia, calle, etc, de la ciudad de Buenos Aires.

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