domingo, 16 de agosto de 2009

Camino al cielo



Camino al cielo
Toda su vida Mrs Foster había tenido un casi patológico miedo a perder un tren, un avión, un bote, o incluso el comienzo de una obra de teatro. En otros respectos, no era una mujer particularmente nerviosa, pero el solo hecho de llegar tarde en ocasiones como esta la ponía en tal estado de nervios que empezaba a temblar. No era algo importante –sólo un pequeño músculo en la esquina del ojo izquierdo, como un guiño secreto –pero lo molesto era que se negaba a desaparecer hasta después de una hora más o menos después de que el tren o el avión o lo que sea había sido alcanzado sin problemas.
Era realmente extraordinario como en ciertas personas una simple aprehensión sobre algo como alcanzar un tren puede convertirse en una seria obsesión. Al menos media hora antes de salir de la casa hacia la estación, Mrs Foster saldría del ascensor lista para salir, con sombrero, saco y guantes, y luego, siéndole difícil sentarse, revolotearía de habitación en habitación hasta que su marido, que ya debía saber de su estado, finalmente saliera de su intimidad y sugiriera en una voz seca y calmada que tal vez era mejor ir saliendo, no?
Mr Foster podía haber tenido posiblemente el derecho de irritarse por esta tontería de su esposa, pero no tenía ninguna excusa para aumentar su desdicha al dejarla esperando innecesariamente. Pero no es certero que esto es que lo él hacía, sin embargo, cada vez que tenían que ir a algún lugar, su tiempo era tan preciso –sólo uno o dos minutos tarde, usted entiende- y su modo tan insulso que era difícil creer que él no estuviera intencionalmente infligiendo su desagradable pequeña y privada tortura en la infeliz dama. Y una cosa que debía haber sabido –que ella nunca se atrevería a llamarlo y decirle que se apurara. La había disciplinado muy bien en ese sentido. También debía haber sabido que si él estaba dispuesto a esperar hasta el último momento, la podía poner histérica. En uno o dos ocasiones especiales en los últimos años de su vida de casados, casi parecía que quería perder el tren simplemente para aumentar el sufrimiento de la pobre mujer. Asumiendo (aunque uno no puede estar seguro) que el marido era culpable, lo que hacía de su actitud algo doblemente irrazonable era el hecho de que, con la excepción de esta única, mínima, incontenible manía, Mrs Foster era y siempre lo había sido una buena y cariñosa esposa.
Por más de treinta años, ella lo había servido bien y lealmente. No había duda sobre ello. Incluso ella, una mujer muy modesta, estaba al tanto de esto, y aunque por años se había rehusado a creer que Mr Foster podía atormentarla concientemente, hubo momentos en los que había empezado a dudarlo.
Mr Eugene Foster, quien estaba cerca de los setenta años de edad, vivía con su esposa en una gran casa de seis pisos en la ciudad de Nueva York, en la calle Este 62, y tenían cuatro sirvientes. Era un lugar oscuro, y muy poca gente iba a visitarlos. Pero en esa mañana particular de enero, la casa había revivido y había bastante movimiento. Una criada distribuía pilas de sábanas para cubrir el polvo en casa habitación, mientras que otra las extendía sobre los muebles. El mayordomo bajaba el equipaje y lo acomodaba en el hall. El cocinero salía constantemente de la cocina para hablar con el mayordomo, y Mrs Foster, en un anticuado abrigo de piel y con un sombrero negro en su cabeza, volaba de una habitación a otra pretendiendo supervisar esas operaciones. En realidad solo pensaba en que perdería el avión si su marido no salía de su estudio rápido y se preparaba.
‘¿Qué hora es, Walker?’ le dijo al mayordomo mientras pasaba.
‘Son las nueve y diez señora’
‘¿Y ha llegado el auto?’
‘Sí, señora, está esperando. Voy a empezar a subir el equipaje.’
‘Nos lleva una hora llegar a Idlewild,’ dijo. ‘Mi avión despega a las once. Tengo que estar allí media hora antes para las formalidades. Voy a llegar tarde. Se que voy a llegar tarde.’
‘Creo que tiene suficiente tiempo, señora,’ dijo el mayordomo amablemente. ‘Le avisé a Mr Foster que usted debía salir a las nueve y cuarto. Todavía tiene cinco minutos.’
‘Sí, Walker, ya lo se. Pero sube el equipaje rápido por favor.’
Empezó a caminar nerviosa por el hall y cuando el mayordomo se acercaba, le preguntaba la hora. Éste, se repetía a ella misma, era el avión que no debía perder. Había llevado meses convencer a su marido de que la dejara ir.
Si lo perdía, él podía fácilmente decidir que ella debía cancelar todo. Y el problema era que insistía en acompañarla al aeropuerto. ‘Dios,’ dijo en voz alta, ‘Voy a perderlo. Lo se, lo se, se que lo voy a perder.’ El pequeño músculo cerca de su ojo izquierdo temblaba incontrolablemente en ese momento. Sus ojos estaban muy cerca de las lágrimas.
‘¿Qué hora es Walker?’
‘Nueve y dieciocho señora.’
‘¡Ahora sí que lo voy a perder!’ gritó. ‘¡Oh, desearía que venga!’
Este era un viaje importante para Mrs Foster. Ella iba sola a París a visitar a su hija, su única hija, que estaba casada con un francés. Mrs Foster no se interesaba mucho por el francés, pero amaba a su hija, y, más que eso, tenía muchas ganas de ver a sus tres nietos. Sólo los conocía por las fotos que recibía y que ponía por toda la casa. Eran hermosos, esos chicos. Ella los adoraba, y cada vez que una nueva foto llegaba la llevaba consigo y se sentaba por un largo tiempo, mirándola con cariño y buscando en las pequeñas caras signos de ese viejo parecido de familia que significaba tanto. Y ahora, últimamente, ella sentía más y más que no quería realmente vivir sus días en un lugar donde no estuviera cerca de esos chicos, y que la pudieran visitar, y llevarlos de paseo, y comprarles regalos, y verlos crecer. Sabía, por supuesto, que estaba mal y que era de alguna forma desleal tener esos pensamientos mientras que su esposo todavía estaba vivo. También sabía que aunque él ya no era activo en sus muchas empresas, él nunca consentiría en abandonar Nueva York y vivir en París. Era un milagro que había aceptado dejarla volar sola por seis semanas para visitarlos. Pero, oh, ¡como deseaba vivir allá siempre, y estar junto a ellos!
‘Walker, ¿qué hora es?’
‘Nueve y veintidós señora’
Mientras hablaba, una puerta se abrió y Mr Foster entró en el hall. Se detuvo un momento, mirando a su esposa, y ella también lo miró –a este diminuto pero aun así prolijo viejo hombre con su gran cara barbuda que tenía un asombroso parecido a aquellas viejas fotografías de Andrew Carnegie.
‘Bueno,’ dijo, ‘supongo que tal vez sería mejor ir yendo pronto si querés alcanzar el avión.’
‘¡Sí, querido, sí! Todo está listo. El coche está esperando.’
‘Está bien,’ dijo. Con su cabeza aun lado, la miraba de cerca. Él tenía una manera peculiar bajar la cabeza y luego moverla en una serie de pequeñas, rápidas sacudidas. Por esto y porque estaba estrechando sus manos arriba hacia el frente, cerca de su pecho, era como un ardilla allí parada –una rápida inteligente vieja ardilla del parque.
‘Acá está Walker con tu abrigo, querido. Ponételo.’
‘Estaré en un momento,’ dijo. Sólo voy a lavarme las manos.’
Ella lo esperó, y el alto mayordomo estaba a su lado, sosteniendo el abrigo y el sombrero.
‘Walker, ¿voy a perderlo?’
‘No, señora,’ dijo el mayordomo. ‘Creo que va a llegar justo a tiempo.’
Luego Mr Foster apreció otra vez, y el mayordomo le ayudó a ponerse el saco. Mrs Foster se apuró para salir y subir al Cadillac contratado. Su marido la siguió, pero bajaba los escalones lentamente, tomando una pausa para observar el cielo y para respirar el frío aire matutino.
‘Parece un poco neblinoso,’ dijo mientras se sentaba junto a ella en el auto. ‘Y siempre es peor afuera allá en el aeropuerto. No me sorprendería si el vuelo ya ha sido cancelado.’
‘No digas eso querido, por favor.’
No hablaron otra vez hasta que el coche cruzo el río hacia Long Island.
‘Arreglé todo con los sirvientes,’ dijo Mr Foster. ‘Todos se van hoy. Les di medio sueldo equivalente a seis semanas y le dije a Walker que le mandaría un telegrama cuando los quisiéramos de regreso.’
‘Si,’ dijo ella. ‘Me dijo.’
‘Me mudaré al club esta noche. Será un lindo cambio quedarme en el club.’
‘Si querido. Te escribiré.’
‘Llamaré a casa frecuentemente para chequear que todo está bien y para agarrar el correo.’
‘¿Pero no crees realmente que Walker debería quedarse en la casa para cuidar de las cosas?’ preguntó dócilmente.
‘De ninguna manera. Es innecesario. Y de todas maneras, le tendré que pagar el sueldo entero.’
‘Oh si’, dijo ella. ‘Por supuesto.’
Y además, nunca se sabe que puede hacer la gente cuando uno la deja sola en una casa,’ anunció Mr Foster, y al decir eso sacó un puro y, al cortarle la punta con un cortador de plata, lo encendió con un encendedor de oro.
Ella permanecía sentada en el auto con sus manos apretadas fuertemente bajo la alfombra..
‘¿Me escribirás?’ le preguntó.
‘Veré,’ dijo él. ‘Pero lo dudo. Ya sabés que no soy muy amigo de las cartas a menos que no haya algo específico que decir.’
‘Sí querido, lo se. Entonces no te molestes.’
Siguieron por Queen’s Boulevard, y al acercarse al plano terreno pantanoso donde Idlewild está construido, la niebla se volvió más densa y el auto tuvo que alentar la marcha.
‘¡Oh querido!’ gritó Mrs Foster. ‘¡Estoy segura que voy a perderlo ahora! ¿Qué hora es?’
‘No armes un escándalo,’ dijo el viejo hombre. ‘No interesa de todas maneras. Ya debe estar cancelado ahora. Nunca viajan con este clima. No se porque te molestas en salir.’
No podía estar segura, pero le parecía que de repente había una nueva nota en su voz, y se volvió para mirarlo. Era difícil notar un cambio en su expresión debajo de todo ese pelo. La boca era lo que importaba. Ella deseaba, como lo había hecho varias veces, poder ver la boca claramente. Los ojos nunca demostraban nada excepto cuando estaba furioso.
‘Por supuesto,’ siguió, ‘si por una casualidad sí sale el vuelo, entonces coincido con vos –seguramente lo vas a perder. ¿Por qué no te resignas?’
Ella miró hacia otro lado por la ventana, hacia la niebla.
Parecía volverse más densa mientras avanzaban, y ahora sólo podía ver el borde de la calle y un margen de pasto detrás. Sabía que su marido todavía la estaba mirando. Lo miró nuevamente, y esta vez notó con horror que estaba mirando exclusivamente a ese pequeño lugar en la esquina de su ojo izquierdo en donde podía sentir su músculo temblar.
‘¿No?’ él dijo.
‘¿No qué?’
‘¿No estás segura de que ahora lo vas a perder si sale? No podemos manejar rápido en esta mugre.’
No le habló más después de eso. El auto seguí avanzando. El conductor tenía un farol amarillo dirigido al borde de la calle, y eso lo ayudaba a seguir. Otras luces, algunas blancas y algunas amarillas, aparecían a través de la neblina, y había una especialmente brillante que los seguía cercana por detrás todo el tiempo.
De repente, el conductor detuvo el coche.
‘¡Ahí está!’ Mr Foster gritó. ‘Estamos atorados. Lo sabía.’
‘No, señor,’ dijo el conductor, ‘Llegamos. Este es el aeropuerto.’
Sin decir una palabra, Mrs Foster salió del auto y se apresuró a través de la entrada principal del edificio. Había una masa de gente adentro, sobre todo desconsolados pasajeros parados en las ventanillas. Ella trató de hacerse paso y habló con el encargado.
‘Sí,’ dijo él. ‘Su vuelo está temporalmente pospuesto. Pero por favor no se vaya. Esperamos que el tiempo despeje en cualquier momento.’
Volvió con su marido que seguía sentado en el coche y le contó las novedades.
‘Pero no esperas querido,’ ella dijo, ‘no tiene sentido.’
‘No lo haré,’ él le contestó. ‘Mientras que el conductor pueda llevarme de regreso. ¿Puede volver conmigo chofer?’
‘Creo que sí,’ dijo el hombre.
¿Está el equipaje afuera?
‘Sí, señor.’
‘Adios querido,’ dijo Mrs Foster, recostándose sobre el auto y dándole a su marido un pequeño beso en la áspera piel grisácea de su mejilla.
‘Adiós,’ él respondió. ‘Que tengas un buen viaje.’
El coche arrancó, y Mrs Foster se quedó sola.
El resto del día fue una especie de pesadilla para ella. Se sentó hora tras hora en un banco, tan cerca del mostrador como era posible, y cada treinta minutos más o menos se levantaba y le preguntaba al encargado si la situación había cambiado. Siempre recibía la misma respuesta –que debía seguir esperando porque la niebla podía desaparecer en cualquier momento. No fue hasta pasadas las seis de la tarde que los altavoces finalmente anunciaron que el vuelo había sido pospuesto hasta las once de la mañana del día siguiente.
Mrs Foster no sabía que hacer cuando escuchó las noticias.
Se quedó en le banco por lo menos por otra media hora, preguntándose, de una forma cansada y confusa, donde pasaría la noche. Odiaba abandonar el aeropuerto. No quería ver a su esposo. Esta aterrorizada de que de una manera u otra él eventualmente le impidiera ir a Francia. Le hubiera gustado quedarse en dónde estaba, sentada en el banco toda la noche. Eso sería lo más seguro. Pero estaba agotada, y no le llevó mucho tiempo darse cuenta que esto era algo ridículo para una mujer de su edad. Entonces finalmente buscó un teléfono y llamó a su casa.
Su marido, que estaba a punto de irse al club, contestó. Le comentó lo que había sucedido y le pregunto si los sirvientes estaban allí.
‘Ya se fueron todos,’ le dijo.
En ese caso, querido, conseguiré una habitación en algún lado por esta noche. No te molestes.’
‘Eso sería estúpido,’ dijo. ‘Tenés una gran casa a tu disposición. Usala.’
‘Pero, querido, está vacía.’
‘Entonces me quedo con vos.’
‘No hay comida en casa. No hay nada.’
‘Entonces comé algo antes de venir. No seas tan estúpida, mujer. Todo lo que hacés, parece que querés armar un escándalo al respecto.’
‘Si,’ dijo ella. ‘Lo siento. Voy a comprar un sandwich por acá, y después voy para allá.’
Afuera, la niebla había aclarado un poco, pero fue igual un largo y lento viaje en el taxi, y no llegó a la casa en la calle 62 hasta bastante tarde.
Su marido salió de su estudio cuando la oyó entrar. ‘Bueno,’ dijo, parado al lado de la puerta del estudio, ‘cómo estuvo París?’
‘Salimos a las once de la mañana,’ ella contestó. ‘Es definitivo.’
‘Si la niebla aclara.’
‘Ya está aclarando. Está viniendo un viento.’
‘Te ves cansada,’ dijo. ‘Debes haber tenido un día ansioso.’
‘No fue muy cómodo. Creo que me voy a ir directamente a la cama.’
‘Pedí un coche para la mañana,’ dijo. ‘Nueve en punto.’
‘Gracias querido. Y realmente espero que no vayas a molestarte en acompañarme.’
‘No,’ dijo lentamente. ‘No creo que lo haga. Pero no hay razón para que no me alcances hasta el club camino al aeropuerto.’
Ella lo miró, y en ese momento él parecía estar parado muy lejos de ella, más allá del borde. De repente era tan chico y lejano que no podía estar segura qué estaba haciendo, o qué estaba pensando, o incluso que era.
‘El club está en el centro’, ella dijo. ‘No está camino al aeropuerto.’
‘Pero tendrás mucho tiempo, querida. ¿No querés dejarme en el club?’
‘Oh, sí- por supuesto.’
‘Bueno. Entonces te veré en a mañana a las nueve.’
Fue a su habitación en el segundo piso, y estaba tan cansada de su día que se durmió enseguida que se recostó.
A la mañana siguiente, Mrs Foster se había levantado temprano, y a las ocho y media estaba abajo y lista para salir.
Poco después e las nueve, su marido apareció. ‘¿Preparaste café?’ preguntó. ‘No, querido. Pensé que ibas a tener un rico desayuno en el club. El auto está aquí. Ha estado esperando. Estoy lista para salir.’
Estaban parados en el hall –ellos siempre parecían encontrarse en el hall últimamente- ella con su sombrero y tapado y cartera, él en una campera Eduardiana de curioso corte con altas solapas.
‘¿Tu equipaje?’
‘En el aeropuerto.’
‘Ah sí,’ dijo. ‘Por supuesto. Y si me vas a llevar primero al club, supongo que tendríamos que ir yendo, no?’
‘¡Sí!’ ella gritó. ‘¡Sí por favor!’
‘Solo voy a buscar algunos puros. Enseguida vengo. Vos subí al auto.’
Ella se dio vuelta y salió hacia donde estaba el chofer, y él le abrió la puerta del auto mientras ella se acercaba.
’Qué hora es?’le preguntó.
‘Casi nueve y cuarto.’
Mr Foster salió unos cinco minutes más tarde, y viéndolo mientras bajaba los escalones lentamente, ella notó que sus piernas eran como patas de cabra en aquellos pantalones que él usaba. Como le día anterior, él hizo una pausa a mitad de camino para respirar el aire y examinar el cielo. El tiempo aún no había aclarado del todo, pero había un rayo de sol asomándose entre la neblina.
‘Tal vez tenés suerte esta vez,’ dijo mientras se acomodaba al lado de ella en el coche.
‘Apúrese por favor,’ le dijo al chofer. ‘No se preocupe por la alfombre. Yo acomodaré la alfombra. Por favor en marcha. Voy a llegar tarde.’
El hombre volvió a su asento detrás de la rueda y puso el auto en marcha.
‘¡Un momento!’ Mr Foster dijo de repente.’ Espere un segundo chofer, ¿si?’
‘¿Qué pasa querido?’ Ella lo veía examinando los bolsillos de su abrigo.
‘Tenía un regalito que quería que le lleves a Ellen,’ él dijo. ‘Ahora, ¿dónde puede estar? Estoy seguro que lo tenía en mis manos mientras bajaba.’
‘Nunca te vi trayendo nada. ¿Qué clase de regalo?’
‘Una pequeña caja envuelta en papel blanco. Me olvidé de dártela ayer. No quiero olvidarme hoy.’
‘¡Una cajita!’ Mrs Foster gritó. ‘Nunca vi ninguna cajita!’ Ella empezó a buscar desesperadamente atrás del coche.
Su marido seguía buscando en los bolsillos de su saco. Luego desabotonó su saco y empezó a palpar su campera. ‘Caramba,’ dijo, ‘debo haberla dejado en mi pieza. Será solo un momento.’
‘¡Oh, por favor!’ gritó ella. ‘No tenemos tiempo! ¡Por favor dejala! Puedes mandarla por correo. Es solo uno de esos estúpidos pienes de todas maneras. Siempre le estás dando peines.’
‘¿Y qué tienen de malo los peines, puedo preguntar?’ dijo él, furiosos de que por una vez ella haya olvidado sus modales.
‘Nada querido, estoy segura. Pero…’
‘¡Quedate aquí!’ él ordenó. ‘Voy a buscarla.’
‘¡Apurate querido! ¡Por favor apurate!’
Se sentó quieta, esperando y esperando.
‘Chofer, ¿qué hora es?’
El hombre miró su reloj. ‘Son casi las nueve y media.’
‘¿Podemos llegar al aeropuerto en una hora?’
‘Justo.’
En ese momento, Mrs Foster vio la esquina de algo blanco metido entremedio del asiento en donde su marido había estado sentado. Se acercó y sacó una pequeña caja envuelta, y al mismo tiempo no pudo evitar notar que estaba demasiado metida adentro, como si una mano la hubiera empujado.’
‘¡Acá está!’ gritó. ‘¡La encontré! ¡Oh Dios, y ahora va a estar arriba buscándola por horas! Chofer, rápido –corra y vaya a buscarlo, por favor.’
El chofer, un hombre con una boca Irlandesa pequeña un tanto rebelde, no le preocupaba mucho nada de esto, pero salió del coche y subió las escaleras del frente de la casa. Luego se dio vuelta y volvió. ‘La puerta está cerrada,’ anunció. ‘¿Tiene una llave?’
‘Sí, espere un minuto.’ Empezó a buscar como loca en su cartera. Su pequeña cara se fruncía con ansiedad, sus labios sobresalían como una boquilla.
‘¡Acá está! No- iré yo misma. Va a ser más rápido. Sé donde puede estar.’
Se apuró al salir del coche y subió los escalones de la puerta principal, llevando la llave en su mano. Puso la llave en cerradura y estaba a punto de girarla –y luego paró. Su cabeza se elevó, y se quedó allí absolutamente paralizada, todo su cuerpo preso en medio de ese apuro de girar la llave y entrar en la casa, y esperó –cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez segundos, esperó. La forma en que esperaba allí, con su cabeza en el aire y su cuerpo tan tenso, parecía tratar escuchar la repetición de un sonido que había oído un momento atrás desde un lugar lejano en el interior de la casa. Sí –era obvio que estaba escuchando. Toda su actitud era la de un oyente. Parecía realmente mover una de sus orejas más y más cerca de la puerta. Ahora estaba justo sobre la puerta, y por unos segundos más se quedó en esa posición, cabeza arriba, oreja sobre la puerta, su mano en el picaporte, casi por entrar pero sin hacerlo, tratando, al menos parecía, de oír y analizar estos sonidos que provenían de un lugar profundo de la casa.
Luego, de repente, volvió a la vida. Sacó la llave de la cerradura y bajó corriendo las escaleras.
‘¡Es demasiado tarde!’ le gritó al chofer. ‘No puedo esperarlo, simplemente no puedo. Perderé el avión. ¡Apúrese chofer, apúrese! ¡Al aeropuerto!’
Si el chofer hubiera mirado atentamente, podría haber notado que su cara se había puesto absolutamente blanca y que toda su expresión de repente se había alterado. No había ya esa apariencia tonta y débil. Una peculiar dureza se había impregnado en sus rasgos. La pequeña boca, siempre tan fofa, estaba ahora firme y fina, los ojos estaban brillantes, y su voz, cuando hablaba, tenía una nueva nota de autoridad.
‘¡Apúrese conductor, apúrese!’
‘¿Su esposo no viaja con usted?’ preguntó al hombre, atónito.
‘¡No! Solo lo iba a dejar en el club. No le va a importar. Lo va a entender. Se tomará un taxi. No se quede ahí sentado hablando. ¡En marcha! ¡Tengo que alcanzar un avión a París!’
Con Mrs Foster apurándolo desde es asiento de atrás, el hombre manejó rápido durante todo el camino, y ella tomó su vuelo con unos minutos de sobra. Pronto ella estaba volando sobre el Atlántico, reclinándose confortablemente en su asiento, escuchando el vibrar de los motores, yendo a París finalmente. El nuevo humor seguía con ella. Se sentía extraordinariamente fuerte y, de una extraña manera, maravillosa. Estaba apenas jadeando, pero esto se debía más que nada al asombro ante lo que había hecho, y al alejarse más y más de Nueva York y de la calle Este 62, una gran sensación de alivio se apoderó de ella. Cuando llegó a París, estaba tan fuerte y calmada como podía desearlo.
Conoció a sus nietos, y eran incluso más hermosos en carne y hueso que en fotos. Era como ángeles, se dijo a sí misma, tan hermosos eran. Y todos los días los llevaba de paseo, y les hacía tortas, y les compraba regalos, y les contaba encantadoras historias.
Una vez por semana, los martes, le escribía a su marido una linda carta –llena de novedades y chismes, que siempre terminaban con las palabras ‘Asegurate de comer tus comidas regularmente, querido, aunque esto es algo que temo que no estés haciendo mientras yo no estoy con vos.’
Cuando las seis semanas llegaron a su fin, todos estaban tristes de que tenía que volver a America, con su marido. Todos, excepto ella. Sorpresivamente, no parecía importarle tanto como uno hubiera esperado, y cuando los saludó, había algo en su manera y en las cosas que decía que parecía indicar que posiblemente su regreso no sería en un futuro lejano.
Sin embargo, como la fiel esposa que era, no se quedó más tiempo. Exactamente seis semanas después de llegar, le mandó un telegrama a su esposo y tomó su avión de regreso a Nueva York.
Cuando llegó a Idlewild, Mrs Foster observó que no había ningún coche esperándola. Es posible que incluso podía haber estado un tanto alegre. Pero estaba extremadamente clamada y no le dio demasiada propina al portero que la ayudó a subir sus valijas en el taxi.
New York era más frío que París, y había montones de nieve sucia en las canaletas de las calles. El taxi estacionó en la casa de calle Este 62, y Mrs Foster convenció al conductor de que le suba sus dos grandes valijas a la cima de las escaleras. Luego le pagó y tocó el timbre. Esperó pero no hubo respuesta. Solo para segurarse, tocó nuevamente y podía sentirlo sonar fuertemente desde lejos en la cocina, al fondo de la casa. Pero aún así nadie vino.
Entonces tomó su propia llave y abrió la puerta.
Lo primero que vio al entrar fue una gran pila de cartas tiradas en el piso, donde habían caído luego de ser arrojadas por el cartero. El lugar estaba oscuro y frío. Una manta aun cubría el reloj del abuelo. A pesar del frío, la atmósfera era particularmernte opresiva, y había un tenue y curioso olor en el aire que nunca antes había olido.
Cruzó rápidamente el hall y desapareció por un momento por el rincón hacia la izquierda, hacia atrás. Había algo deliberado y decidido en esta acción; tenía el aire de una mujer que va a investigar un rumor o a confirmar una sospecha. Y cuando regresó unos segundos más tarde, había un pequeño brillo de satisfacción en su cara.
Hizo una pausa en el centro del hall, como preguntándose que haría después. Luego, de repente, se dio vuelta y fue directo al estudio de su marido. En su escritorio encontró su anotador, y después de buscar por un rato tomó el teléfono y marcó un número.
‘Hola,’ dijo. ‘Escuche –esto es Calle Este 62… Sí, es correcto. ¿Podría mandar a alguien lo antes posible? Si parece estar atorado entre el segundo y tercer piso. Por lo menos, allí es hacia donde apunta el indicador… ¿Ahora mismo? Oh, eso es muy amable de su parte. Sabe mis piernas no están tan bien como para subir tantas escaleras. Muchas gracias. Hasta luego.’
Colgó el teléfono y se sentó en el escritorio de su esposo, pacientemente a esperar al hombre que vendría pronto a arreglar el ascensor.

martes, 11 de agosto de 2009

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente un reloj, que los cumplas muy felices, y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con ancora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te ataras a la muñeca y pasearas contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a tí te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

jueves, 6 de agosto de 2009

En la oscuridad

Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gagin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gagin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gagin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.
Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.
Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano.
Luego le pareció que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y... desaparecía en el hueco negro de la ventana.
"¡Un ladrón!", se dijo como en un relámpago, y una palidez mortal se extiendió por su rostro.
En un instante su imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador está la vajilla de plata..., más allá el dormitorio..., un hacha..., los rostros de unos bandidos..., las joyas... Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.-¡Vasia! -exclamó zarandeando a su marido-. ¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta, Vasili, te lo suplico!-¿Qué ocurre? -balbucea el consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.-¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor..., ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.-¿Qué pasa? ¿Quién... es?-¡Dios mío! No oye... Pero, comprende, pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y...¡la vasija de plata está en el aparador!-¡Majaderías!-¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?
El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.
-¡Dios mío, qué seres! -gruñó-. ¿Es que ni de noche me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!-Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.-¿Y qué? Que entre... Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.-¿Cómo? ¿Qué dices?-Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla.-¡Eso es peor aún! -gritó María Michailovna-. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.-¡Vaya una virtud!... No permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.-¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante..., semejante... ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!-¡Dios mío!... -gruñó Gagin con fastidio-. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?-¡Vasili, que me desmayo!Gagin escupió con desdén, se calzó las zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.-Vasilia -le dijo-, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?-Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor.-¡Qué desorden! Cogen las cosas y no las vuelven a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.Al entrar en la cocina se dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas...-¡Pelagia! -gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla-. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?-¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?-Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.-Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como ésas...¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!-Bueno, bueno... No hay por qué gritar tanto... ¡Que se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?-Es vergonzoso, señor -dice Pelagia, con voz llorosa-. Unos señores cultos... y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros...-se echó a llorar-. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.-¡Bueno, basta!... ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.-Escucha, Pelagia -le dice-. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?-¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.Gagin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirige sin hacer ruido al dormitorio.María Michailovna se había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud."¡Cuánto tarda en volver! -piensa-. Menos mal si es ese... cínico, pero ¿y si es un ladrón?"Y en su imaginación se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza..., muere sin proferir un grito..., un charco de sangre...Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente.-¡Vasili! -gritó con voz estridente-. ¡Vasili!-¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí... -le contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos-. ¿Te están matando acaso? Se acercó y se sentó en el borde de la cama.-No había nadie -dice-. Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa..., una!...Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.-¡Lo que tú eres es una miedosa! -se burla de ella-. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una sicópata!-Huele a brea -dice su mujer-. A brea o... a algo así como a cebolla..., a sopa de coles.-Sí... Hay algo que huele mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía... ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer lo miraba con gran asombro, espanto y cólera...-¿Has cogido la bata en la cocina? -le preguntó palideciendo.-¿Por qué?-¡Mírate al espejo!El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras y muchas cosas más.
Si para recobrar lo recobrado
Debí perder primero lo perdido,
Si para conseguir lo conseguido,
Debí soportar lo soportado.

Si para estar ahora enamorado
Fue menester haber estado herido,
Tengo por bien sufrido lo sufrido,
Tengo por bien llorado lo llorado.

Porque después de todo he comprobado
Que no se goza bien de lo gozado
Sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido
Que lo que el árbol tiene de florido
Vive de lo que tiene sepultado.

Un patio

Con la tarde
Se cansaron los dos o tres colores del patio.
Esta noche, la luna, el claro círculo
No domina su espacio.
Patio, cielo encauzado.
El patio es el declive
Por el cual se derrama el cielo en la casa.
Serena,
La eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
De un zaguán, de una parra y de un aljibe.



Sobre las abreviaturas en los mensajes de texto

Actualmente, con el avance de la tecnología, la sociedad se ve inmersa en situaciones donde la comodidad y la rapidez son los únicos pilares a respetar. Así es que, hoy en día, la mayoría de las personas que se comunican a través de mensajes de texto abrevian al máximo, sin tener en cuenta ninguna norma ortográfica, con el único propósito de ahorrarse unos pocos movimientos de la mano.
Muchos pueden afirmar que el respeto o no por las reglas ortográficas en ese medio de comunicación es indistinto, pues, al fin y al cabo, nos hemos acostumbrado y nos entendemos. ¿Pero quién podría afirmar que nunca ha malinterpretado un mensaje debido a esta utilización excesiva e innecesaria de abreviaturas o la falta de signos de puntuación?
Por otra parte, el hecho de escribir constantemente de forma incorrecta conlleva las dudas y confusiones posteriores, cuando a la hora de redactar en nuestro verdadero idioma cuesta desarraigarse de las abreviaturas inventadas que se usan con tanta frecuencia.
Todos sabemos que nuestro idioma es muy rico, por lo tanto, dejar que éste se degenere con el único objeto de ahorrarse unos segundos de esta vida globalizada y tecnológica, podría calificarse como una mediocridad y una falta absoluta de criterio.
Es, en síntesis, inconcebible, que la lengua, que tanta historia trae en sí misma, sea modificada por las comunicaciones tan triviales que se realizan con el celular.

martes, 28 de julio de 2009

La reticencia de Lady Anne

Egbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los anteojos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.
Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación entre las 4:30 y las 6 en las tardes de invierno y finales de otoño; hacía parte de su vida conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna.
Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigrí era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro le habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.
Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.
-Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció- ; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.
Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de Terrateniente de la Guardia, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de "Malas Nuevas", les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas.
Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.
-¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor.
Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.
-Supongo que yo en parte he tenido la culpa -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor -. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano.
Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.
El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. "Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión" era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible sobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía.
Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.
Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones.
-Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.
Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas.
Lady Anne no dio señas de estar impresionada.
Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.
-Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza.
En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.
-¿No estamos siendo muy absurdos?
"¡Qué idiota!" fue el comentario mental de don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal, y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir.
Hacía dos horas que estaba muerta.

lunes, 20 de julio de 2009

White Comedy



I waz whitemailed
By a white witch,
Wid white magic
An white lies,
Branded by a white sheep
I slaved as a whitesmith
Near a white spot
Where I suffered whitewater fever.
Whitelisted as a whiteleg
I waz in de white book
As a master of white art,
It waz like white death.
People called me white jack
Some hailed me as a white wog,
So I joined de white watch
Trained as a white guard
Lived off the white economy.
Caught and beaten by de whiteshirts
I waz condemned to a white mass,
Don't worry,I shall be writing to de Black House.


“El humor nos permite transformar en comedia la peor de las tragedias, y pintar una verdad sin anestesia.”


Con respecto a las expresiones “políticamente correctas”, Zephaniah pregunta abiertamente: ¿son correctas desde el punto de vista de quién?
Por ejemplo, en su poema White comedy, se vale de un recurso tan simple como infalible para demostrar la fuerte connotación peyorativa a la que suele estar asociada la palabra “negro”. ¿Cómo lo logra? Escribiendo “blanco” cada vez que debería decir “negro”. Así, al bajo mundo de ovejas, magias o listas “negras”, lo recrea en una versión inmaculada de ovejas, magias o listas “blancas”. Y rematando tales estrofas “en negativo” con un latigazo letal de causticidad: “No se preocupen, me voy a comunicar con la Casa Negra".

Algo sobre Kafka...



Mientras más sabés sobre su vida, más interesante es su trabajo. Kafka no era tan sólo un gran escritor, eran también un hombre extraordinario. ¿Alguna vez escuchaste la historia de la muñeca?”
“No que recuerde.”
“Ah. Entonces escucha atentamente. Te la ofrezco como la primera pieza de evidencia para respaldar mi posición.”
“No estoy seguro de que te siga.”
“Es muy simple. El objetivo es probar que Kafka era realmente un hombre extraordinario. ¿Por qué empezar con esta historia en particular? No lo sé. Pero desde que Lucy apareció ayer por la mañana, no he podido sacarla de mi cabeza. Debe haber una conexión en algún lugar. Todavía no he podido descubrir exactamente cómo, pero pienso que hay un mensaje en ella para nosotros, una especie de advertencia sobre como debemos actuar.”
“Demasiado preámbulo Tom. Sólo empieza y cuenta la historia”
Estoy divagando otra vez, ¿no? Este sol, todos estos coches, todo este correr a sesenta y setenta millas por hora. Mi cerebro está explotando, Nathan. Me siento recargado, listo para cualquier cosa.”
“Bien. Ahora dime la historia.”
“Está bien. La historia. La historia de la muñeca… Es el último año de la vida de Kafka, y se ha enamorado de Dora Diamant, una joven de diecinueve o veinte años quien se ha abandonado su familia Hasidic en Polonia y ahora vive en Berlín. Ella tiene la mitad de su edad, pero es ella la que le da coraje para abandonar Praga –algo que él ha querido hacer por años- y se convierte en la primera y la única mujer con la que ha vivido. Kafka llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere a la siguiente primavera, pero esos últimos meses son probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones sociales en Berlín: escasez de comida, disturbios políticos, la peor inflación en la historia de Alemania. A pesar de saber que no le queda mucho en este mundo.
“Cada tarde, Kafka va a caminar por el parque -bastante a menudo, Dora va con él. Un día, se encuentran con una niña llorando desconsoladamente. Kafka le pregunta qué le pasa, y ella le dice que ha perdido su muñeca. Inmediatamente inventa una historia para explicarle lo que sucedió. ‘Tu muñeca se ha ido de viaje,’ le dice. ‘¿Cómo sabés eso?’ pregunta la nena. ‘Porque me ha escrito una carta,’ Kafka responde. La niña parece sospechar. ‘¿La tenés acá? pregunta. ‘No, lo lamento,’ dice, ‘me la olvidé en mi casa por error, pero te la traeré mañana.’ Él es tan convincente, que la niña ya no sabe que pensar. ¿Puede ser posible que este misterioso hombre esté diciendo la verdad?
“Kafka va directamente a su casa a escribir la carta. Se sienta en su escritorio, y mientras Dora lo observa escribir, nota la misma seriedad y tensión que demuestra al hacer su trabajo. No va a engañar a la niña. Esta es una tarea literaria, y está decidido a hacerlo bien. Si puede crear una hermosa y persuasiva mentira, va a convertir la pérdida de la niña en una realidad diferente –una falsa, tal vez, pero algo verdadero y creíble según las leyes de la ficción.
“Al día siguiente, Kafka vuelve al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no ha aprendido a leer, él lee la carta en voz alta. La muñeca está muy triste, pero se ha cansado de vivir con la misma gente. No es que no ama a la pequeña niña, pero necesita cambiar de escenario, y por lo tanto deben separarse por un tiempo. La muñeca entonces le promete escribirle a la niña todos los días y mantenerla al tanto de sus actividades.
“Ahí es cuando la historia me rompe el corazón. Es increíble que Kafka se haya tomado la molestia de escribir una primera carta, pero ahora se compromete en el proyecto de escribir una carta por día –sin ninguna otra razón más que consolar a la niña, quien es una completa extraña para él, una niña que se encontró por accidente una tarde en el parque. ¿Qué clase de hombre hace una cosa como esa? Mantuvo su proyecto por tres semanas, Nathan. Tres semanas. Uno de los más brillantes escritores que ha vivido sacrificando su tiempo –su más preciado tiempo- para componer cartas de una muñeca perdida. Dora dice que escribió cada oración con una terrible atención al detalle, que la prosa sea precisa, divertida y absorbente. En otras palabras, era la prosa de Kafka, y cada día durante tres semanas iba al parque y le leía otra carta a la niña. La muñeca crece, va a la escuela, conoce otra gente. Le sigue diciendo a la niña todo el amor que siente por ella, pero le cuenta también de ciertas complicaciones en su vida que le hacen imposible volver a casa. De a poco, Kafka prepara a la niña para el momento en que la muñeca se desvanezca de su vida para siempre. Lucha para crear un final satisfactorio, preocupado de que si no lo logra, el hechizo mágico se romperá. Después de probar diferentes posibilidades, finalmente decide que la muñeca se va a cazar. Describe al joven de quien se ha enamorado, la fiesta de compromiso, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca y su marido deciden vivir. Y luego, en la última línea, la muñeca se despide de su vieja y querida amiga.
“En ese momento, por supuesto, la niña ya no extraña a su muñeca. Kafka le ha dado otra cosa en su lugar, y al final de esas tres semanas, las cartas han curado su infelicidad. Ella tiene la historia, y cuando una persona es tan afortunada de vivir dentro de una historia, dentro de un mundo imaginario, los dolores de este mundo desaparecen. Mientras que la historia continúa, la realidad ya no existe.”

Letter from a kite

La consigna era imaginar que Kafka quiere ayudar a otro niño que ha perdido algo preciado y escribir una carta personificando ese objeto. Como originalmente fue escrito en inglés, publico la versión original y también la traducción.


Dear Kate,

I know that going to the park without me has not been the same. I also miss you. I will never forget that you were the one who gave me life. If it weren’t for you, I would just be pieces of paper and string. You made me what I am, a beautiful kite. You taught me how to fly and I will always treasure in my heart those afternoons that we spent together.
However, I am sorry to let you know that my mornings were rather depressing. I never understood why your mummy did not want you to take me to school (I personally believe that it would have been great fun!) The early hours of the day were really dull without you. At least, during summer, time seemed to go faster as I imagined the fantastic adventures we were going to share. But rainy mornings really filled me with a you-are-going-to-stay-here-the-whole-day sensation.
Anyway, let’s talk about the most delightful moment (both for you and me). Your arrival from school! There I was, lying on your bedside table, peeping through the window … And all of a sudden, you stormed into the room and caught me by my string. Both of us were ready to go and have fun.
I must admit that my trip to the park was not the way I planned it to be. I could picture you hopping along the street holding me with your hand while I was flying right beside you.. Instead, I was trapped inside a bag together with a chubby teddy-bear. However, everything was forgiven when you set me free. You held my string tightly around your fist and there I was, flying through the sky. I could see the clouds, the sun and, what I loved most, the birds (don’t tell this to anyone but … I sometimes even pretended to be one of them). Being free meant so much to me that, little by little, I started growing my own set of wings. Nevertheless, I always enjoyed your company and I was afraid of flying alone. It took me a long time to do what I did that afternoon. I want you to know that you did not lose me, Kate, I just plucked up courage and spread my wings.
I have traveled so much, I have seen so many shapes of clouds and I have talked to so many birds, it’s magical up there Kate! (I have even learnt to appreciate rainy days, can you believe it?)

Thanks for teaching me how to fly,
Yours always, your kite.

Carta de un barrilete

Querida Kate:
Se que ir al parque sin mi no ha sido lo mismo. Yo también te extraño. Nunca me voy a olvidar que vos fuiste la que me dio vida. Si no fuera por vos, solo sería pedazos de hilo y papel. Vos me hiciste lo que soy, un hermoso barrilete. Me enseñaste a volar y siempre voy a atesorar en mi corazón esas tardes que pasabamos juntos.
Sin embargo, lamento decirte que mis mañanas eran bastante deprimentes. Nunca entendí porque tu mama no te dejaba llevarme al colegio (¡personalmente creo que hubiera sido muy divertido!). Las primeras horas del día eran realmente aburridas sin vos. Por lo menos, en verano, el tiempo parecía pasar más rápido cuando imaginaba las fantásticas aventuras que compartiríamos. Pero las mañanas de lluvia realmente me llenaban de esta sensación: “te vas a quedar acá todo el día”.
De todas maneras, hablemos del momento más lindo (para los dos): ¡tu llegada a casa del colegio! Allí estaba, recostado en tu mesita de luz, espiando por la ventana… Y de repente, irrumpías en la habitación y me agarrabas del piolín. Los dos estábamos listos para irnos y divertirnos juntos.
Debo admitir que el viaje al parque no era de la forma que yo lo había planeado. Yo te podía imaginar saltando por la vereda agarrándome con tu mano mientras volaba al ladito tuyo. Pero no era así, y estaba atrapado en una bolsa con un osito regordete. Sin embargo, todo lo olvidaba cuando me dabas libertad. Tomabas mi cuerda fuertemente alrededor de tu muñeca y allí estaba, volando por el cielo. Podía ver las nubes, el sol, y lo que más amaba, los pájaros (no le digas esto a nadie pero… a veces simulaba ser uno de ellos). Ser libre significaba tanto para mí que, de a poquito, empezaron a crecer mis propias alas. Pero siempre disfruté de tu compañía y me daba miedo volar solo. Me llevó mucho tiempo hacer lo que hice esa tarde. Sólo quiero que sepas que no perdiste Kate, solamente tomé coraje y abrí mis alas.
He viajado tanto, he visto tantas formas de nubes y he hablado con tantos pájaros, ¡es realmente mágico allá arriba Kate! (Hasta he llegado a apreciar los días de lluvia, ¿lo podés creer?)

Gracias por haberme enseñado a volar,
Siempre tuyo, tu barrilete.

jueves, 16 de julio de 2009

Ensayo

La muerte de la polilla (1942)



Las polillas que vuelan de día no son bien llamadas polillas; ellas no excitan ese agradable sentido de las noches oscuras de otoño y esa hiedra florecida que las más comunes posteriores alas amarillas adormecidas en la sombra de la cortina nunca fallan en despertar en nosotros. Son criaturas híbridas, ni alegres como las mariposas ni sombrías como las de su propia especie. Sin embargo el presente espécimen, con sus delgadas alas color heno, bordeadas por hilos del mismo color, parecía estar lleno de vida. Era una mañana agradable, de mediados de septiembre, apacible, benigna, pero con un aire más entusiasta que ese de los meses de verano. El arado ya estaba marcando el campo opuesto a la ventana, y donde ya había estado, la tierra estaba plana y resplandecía con humedad. Tanto vigor venía desde los campos y del plumaje que era difícil mantener los ojos estrictamente en el libro. Los cuervos también estaban dando una de sus festividades anuales; elevándose alrededor de las copas de los árboles hasta que parecía como si una vasta red con miles de nudos negros en ella hubiera sido arrojada al aire; la cual, después de unos breves momentos se hundía lentamente sobre los árboles hasta que cada rama parecía tener un nudo en la punta. Después, de repente, la red era arrojada en el aire nuevamente en un círculo más ancho esta vez, con el sumo clamor y vociferación, como si ser arrojado al aire y caer lentamente sobre las copas de los árboles fuera una experiencia tremendamente excitante.
La misma energía que inspiraba a los cuervos, los hombres arando, los caballos, e incluso, parecía, las libres desnudas colinas, envió a la polilla volando de lado a lado en el cuadrado de la ventana. Uno no podía evitar mirarlo. Uno, estaba, realmente, conciente de un extraño sentimiento de pena por él. Las posibilidades de placer parecían, esa mañana, tan enormes y tan amplias que sólo cumplir en la vida el rol de una polilla, y tener un día para serlo, parecía un duro destino, y su entusiasmo por disfrutar sus escasas oportunidades al máximo, patético. Voló vigorosamente desde un rincón del compartimiento, y, después de esperar allí un segundo, voló hacia el otro. ¿Qué quedaba para él más que volar a un tercer rincón y luego a un cuarto? Eso era todo lo que podía hacer, a pesar del tamaño de las colinas, lo vasto del cielo, el humo de las casas a lo lejos, y la romántica voz, de vez en cuando, de un barco en el mar. Lo que podía hacer lo hacía. Verlo, parecía como si una fibra, muy fina pero pura, de la enorme energía del mundo había sido encerrada en su frágil y diminuto cuerpo. Cuando cruzaba el panel de vidrio, me imaginaba que un hilo de vital luz se volvía visible. Era pequeño o nada pero vida. Pero, como era tan pequeño, y una forma tan simple de la energía que rodaba por esa ventana abierta y abriéndose camino a través de tan delgados e intrincados corredores en mi propia mente y en las de otros seres humanos, había algo maravilloso como patético acerca de él. Era como si alguien hubiera tomado una diminuta cuenta de pura vida y decorándolo lo más suavemente posible con plumón y plumas, la había hecho danzar y zigzaguear para mostrarnos la verdadera naturaleza de la vida. Así expuesto uno no podía recuperarse de la extrañeza del mismo. Uno puede olvidarse todo de la vida, viéndola acarreada y manejada y decorada y arrastrada que tiene que moverse con gran prudencia y dignidad. Otra vez, el pensar lo que toda esa vida podría haber sido si hubiera nacido en otra forma le hacía a uno ver sus simples actividades con cierta lástima.
Después de un tiempo, cansado del baile aparentemente, se apoyó en el pie de la ventana en el sol, y, el extraño espectáculo terminado, me olvide de él. Luego, mirando hacia arriba, mi vista fue atraída por él. Estaba tratando de continuar su baile, pero parecía o tan rígido o tan extraño que sólo podía volar al pie de la ventana; y cuando trataba de volar a través de ella fracasaba. Decidida a hacer otras cosas miré estos inútiles intentos por un tiempo sin pensar, inconcientemente esperando que él retome su vuelo, como uno espera que una máquina, que ha parado momentáneamente, empiece nuevamente sin considerar la razón de su fracaso. Después de tal vez el séptimo intento se resbaló del anaquel de madera y cayó, batiendo sus alas, sobre su espalda. La impotencia de su actitud me sorprendió. Se me ocurrió que estaba en dificultades; ya no se podía parar; sus patas luchaban inútilmente. Pero, cuando alcancé un lápiz, tratando de ayudarlo a levantarse, me di cuenta que el fracaso y la extrañez eran el acercamiento de la muerte. Dejé el lápiz otra vez.
Las patas de agitaban una vez más. Miré buscando el enemigo contra el cual luchaba. Miré afuera. ¿Qué había sucedido allí? Aparentemente era el mediodía, y el trabajo en los campos había cesado. Tranquilidad y silencio habían reemplazado la previa animación. Los pájaros se habían ido a alimentarse en los riachos. Los caballos estaban quietos. Pero el poder estaba allí de todas maneras, masificado afuera, indiferente, impersonal, sin atender nada en particular. De alguna manera era lo contrario a la polilla color heno. Era inútil tratar de hacer algo. Uno sólo podía ver los extraordinarios esfuerzos hechos por sus diminutas patas contra la inevitable fatalidad que podía, si lo hubiera elegido, haber sumergido la ciudad entera, no meramente una ciudad, sino masas de seres humanos; nada, yo sabía, tenía una oportunidad contra la muerte. Sin embargo, después de una pausa de cansancio, sus patas se movieron nuevamente. Fue magnífica esta última protesta, y tan frenética, que pudo finalmente pararse. Las simpatías de uno, naturalmente, estaban del lado de la vida. También, cuando no había nadie que le importara o que supiera, este esfuerzo gigantesco de una insignificante polilla, contra un poder de tal magnitud, tratando de retener lo que ninguno más valoraba o deseaba conservar, lo conmovía a uno de manera extraña. Otra vez, de alguna manera, uno veía la vida, una pura cuenta. Levanté el lápiz otra vez, en vano como sabía. Pero incluso cuando lo hice, las inconfundibles expresiones de la muerte se revelaron. El cuerpo relajado, e instantáneamente, rígido. La lucha se había terminado. La insignificante pequeña criatura ahora conocía la muerte. Al mirar a la polilla muerta, este diminuto triunfo de una fuerza tan grande sobre un antagonista tan débil me llenaba de sorpresa. Como la vida había sido extraña unos minutos antes, de la misma forma la muerte era ahora extraña. La polilla habiéndose parado ahora descansaba decentemente y serena sin queja alguna. O si, parecía decir, la muerte es más fuerte que yo.

martes, 14 de julio de 2009

El hombre de piedra


Es una noche como aquella. Un cielo oscuro, cubierto de nubes, y las gotas que caen sobre el asfalto y sobre mi rostro son mi única compañía. Las sombras me enceguecen, invaden mi cuerpo, como invadieron mi alma aquella vez.
Camino por Avenida Pueyrredón, a paso lento, mirando sin mirar. Sólo tengo un destino, un camino, el mismo que recorro cada noche. Las gotas frías se deslizan por mis mejillas, pero yo no siento nada. Es la sensación más cercana que tengo al llanto. Cargo el peso de mis culpas sobre mi espalda, sobre mi alma, pero sin importar cuán pesada sea esa carga, no puedo aliviarla ni siquiera en una lágrima. Estoy vacío por dentro, viviendo lentamente una muerte o muriendo lentamente en vida, ¿no es lo mismo acaso?
Cruzo Avenida del Libertador y me dirijo hacia la plaza Dante. Mis ojos buscan el banco que ya tanto conozco. Me siento, y ahí está él, como cada noche. Sus ojos parecen seguirme, juzgarme, como lo hacen segundo tras segundo, y su mirada, fría, distante, casi de piedra, reviven mis pecados, pero no los exorcizan. Y allí me quedo, preso de mi pasado, inmóvil en ese banco de plaza, apenas pestañeando, y casi sin respirar… A veces pienso que la gente que pasa cerca mío puede incluso confundirme con un monumento, con un ser de piedra y bronce. Si así lo piensan, lamentablemente, no están muy equivocados. Desde aquella noche, tan similar a esta, cada latido de mi corazón, y cada suspiro, me fueron convirtiendo más y más en un ser frío, más de piedra y bronce que de carne y hueso…
Era una noche de abril. Las nubes cubrían un cielo oscuro, sin estrellas, ocultando una tímida luna y tiñendo las calles de sombras. Las gotas de lluvia eran los únicos pequeños destellos que iluminaban mi camino. Hasta que vi sus ojos. Yo frecuentaba esas calles, Pueyrredón, Libertador, a veces Agüero, casi todos los días para ir y volver del trabajo pero nunca la había visto. Y allí estaba, caminando a metros mío, la mujer más hermosa que alguna vez vi. Su pelo rojizo ondulado parecía flotar en el aire mientras que la lluvia se deslizaba por sus brazos y caía de entre sus dedos. Así pude ver algo brillante en su mano derecha, un anillo, de oro aparentemente, por la distancia no podía distinguirlo por completo. Su cuerpo era perfecto, su cintura tan delgada, y sus piernas alargadas eran una tentación para cualquier hombre. “¿Estará casada?” me pregunté. No me importaba, no podía evitar quitar mis ojos de ella.
Acelerando el paso y, al parecer, adivinando mis pensamientos dobló por Levene; y yo, desviando mi camino, seguí sus pasos. Los únicos sonidos que podía escuchar, además de mi acelerada respiración, era el repiqueteo de la lluvia, y el incesante ruido de sus tacos. Sin embargo, al doblar la esquina un nuevo sonido invadió la noche, otros pasos, no de una persona, sino más bien de un animal, de un caballo. Miré por sobre mi hombro, pero solo la calle desierta descansaba a mis espaldas. Sin darle mayor importancia, volví a fijar mi vista en aquella mujer, y sin perderle el rastro apuré mis pasos, intentando alcanzarla. La mujer volteó su cabeza y sus ojos me miraron fijamente. Pude percibir su miedo, pero eso no me hizo detener, por el contrario, no esquivé su mirada y, sonriéndole mientras asentía con mi cabeza, aceleré al mismo tiempo que ella. Dobló por Avenida Libertador y en ese momento de entre las sombras vi la cara de un hombre, que ella pareció no percibir. Su mirada parecía desnudar mis pensamientos más profundos, aún así, no se veía asustado, por el contrario, sus ojos me seguían como advirtiendo que me aleje. Ignoré este pensamiento, asumiendo que era solo producto de mi conciencia que, generalmente yacía dormida, y a la cual no me interesaba despertar. (En ese entonces no creía en culpas o arrepentimientos). Seguí caminando, convencido de que iba a concretar mis deseos.
El galope de un caballo me hizo voltear una vez más, y así lancé una última mirada hacia ese hombre. En ese momento, su rostro salió de entre las sombras, y la luz descubrió a alguien robusto, de rasgos duros. Esa cara me era familiar, ya la había visto antes. Ignorándolo nuevamente, intenté buscar en vano a la mujer. Libertador sólo era habitada por algunas pocas personas que intentaban refugiarse de la tormenta bajo el techo de algún edificio. Mientras que yo sólo buscaba refugiarme en ella. Y allí estaba, cruzando la plaza. Su cabello rojizo brillaba bajo esa luna tímida, encendiendo más y más mi pasión.
Olvidándome de mi alrededor, crucé la calle corriendo y me dirigí sin disimulo alguno directamente hacia ella. Al escucharme volteó y al ver el rostro del hombre que la venía siguiendo hacia varias cuadras, asustada gritó. En ese momento su grito no provocó nada en mí, ya estaba acostumbrado al temor de las mujeres cada vez que me les acercaba. Sin embargo, su voz quedó grabada en mi memoria y aunque me resulta imposible describirla en palabras, hay noches en las que aún puedo escucharla no sólo en sueños, sino también en cada rincón de mi departamento.
Traté de alcanzarla para evitar que siga gritando, y ahí lo vi nuevamente saliendo de entre las sombras. Esta vez no solo su cara quedó al descubierto, sino también su torso y el resto de su cuerpo. Su torso de hombre era como el de cualquier ser humano pero el resto de su cuerpo era el de un caballo. Aunque pueda resultar imposible de creer, esa noche, estuve frente a un centauro. Eso explicaba los extraños pasos que había oído antes. El me estaba siguiendo. Siempre lo había hecho, cada noche que me acercaba a una mujer. Y esa vez había llegado demasiado lejos, estaba a punto de cumplir mi objetivo, por eso, tuvo que detenerme de otra manera, tuvo que revelarse ante mí, ante mi mundo.
Galopando a su encuentro intentó evitar que yo la tocara. Pero al ver esa criatura la mujer gritó aún con más desesperación que antes. El horror en su rostro me confirmó que no se trataba de una fantasía, de un perverso juego de mi mente, aquello era real por más fantástico que pudiera parecer. Ya no la deseaba, sólo quería escapar de esa plaza y, por primera vez, me arrepentía del rumbo que había tomado mi vida. Pero ya era demasiado tarde.
Por un momento todo pareció detenerse. Sólo estábamos nosotros en el corazón de Recoleta, en el centro de una desolada plaza, que durante el día vibraba con el trajín de una ciudad despierta, pero que ahora yacía dormida. Pero yo no estaba dormido, yo aún estaba consciente, y aunque por un segundo peleé por despertar de lo que esperaba fuera sólo una pesadilla, no lo era.
El sonido de los árboles que se mecían por el viento, las gotas de lluvia golpeando la tierra, los gritos de aquella mujer y el trote del centauro eran, hasta el momento, los únicos sonidos que retumbaban en mi mente, y que lo harían por mucho más tiempo. Pero de repente, ya no estábamos solos, había alguien más. Me di vuelta y pude ver a un hombre que corría hacia nosotros sosteniendo entre sus manos un arco y una flecha.
Sus ojos se posaban en mí y luego en el centauro, destilando furia y locura. Sólo encontraban alivio en la figura de la mujer. Acomodó su flecha y se dispuso a disparar. Al ver su mano pude ver algo brillante. Era un anillo, el mismo que llevaba su mujer. Apuntó y sin dudarlo disparó. Su tiro no falló, pero su instinto sí. Le disparó a un inocente, a la criatura que había salvado a su esposa de una violación y una muerte casi segura. Con lágrimas en los ojos, la mujer miró a su marido por última vez, y recostando lentamente su cabeza sobre su hombro, como compadeciéndolo por su error, huyó de aquella plaza. Su cabello rojizo se fue apagando entre las sombras.
La flecha hirió al centauro en el pecho. Éste, moribundo, se mantuvo erguido. Lentamente pude ver como sus patas se teñían de un gris plomo. Sus músculos y gestos quedarían para siempre tallados en piedra en esa plaza. Al mirar al arquero pude ver que éste también se había transformado en un ser de piedra. El latido de mi corazón era tan fuerte que prácticamente no podía soportarlo. Débil y agotado me recosté sobre uno de los bancos (el mismo en el que me siento cada noche).
Allí estábamos los tres, sin vida, presos de nuestros actos, como estamos en esta noche. El arquero de bronce condenado por haber matado a una criatura inocente; el centauro moribundo eternamente por haber sido acusado de un crimen que jamás cometió; y yo, una persona tan vacía y fría como estos monumentos que me acompañan noche tras noche; un ser humano, que no merece tal condición, y que segundo a segundo muere una muerte lenta y dolorosa en una plaza de Buenos Aires. Una persona que por sus actos errados debe pagar un alto precio, y que todas las noches se transforma , al igual que el arquero y el centauro, en un ser de piedra, pero que a diferencia de éstos, no representa un ser mitológico, sino la miseria, el ultraje y la degradación de algunos seres humanos que merecerían que su frialdad y perversión se reflejen en un cuerpo de roca.
Así es como, desde ese momento, me siento obligado a recorrer esas mismas calles y a mirar esas caras, esos ojos. Hay veces en que incluso escucho un grito y el galope de un caballo. Mi cuerpo y mi alma son prisioneros de esta plaza, la mirada del centauro es mi carcelera. Lo único que espero es algún día dejar de escuchar mis pensamientos, y no volver a ser un hombre “libre” durante el día. No creo que falte mucho tiempo para que eso suceda, cientos y cientos de noches son suficiente condena.
En ocasiones, me consuela pensar que pronto llegará el momento en el que sólo seré una escultura más, y al observarme, la gente se preguntará qué artista pudo esculpir rasgos tan perfectos que encierren el dolor de un corazón lleno de culpas. Ellos no se imaginarán la respuesta, y en vano buscarán el nombre de un mortal, pero la autora de esa imagen será la vida. Las decisiones que tomé en ella, las consecuencias de mis actos, serán las que le habrán dado forma a aquella obra. La última imagen.

Vacaciones (monólogo)

¡Llegaron las vacaciones! Y después de pensar a dónde podía ir con los pocos ahorros que tengo y las cientos de ilusiones y fantasías que lamentablemente los superan, termino encallando en la Costa Atlántica. ¡Adiós vacaciones en Brasil! que vengo posponiendo desde hace un par de años. ¡Adiós vacaciones en el sur! que después de haber hecho una escapada en vacaciones de invierno a Tandil, con una amiga fantaseamos ir a Neuquén e incluso en algún momento escalar el Aconcagua! Pero seamos realistas: para ir de mochilera, dormir a la intemperie, y morir de inanición, si es que antes no muero perdida en una montaña, prefiero ir a la ya tan conocida Costa Atlántica, que me garantiza unas vacaciones gasoleras y la posibilidad de ahorrar para otros emprendimientos, como la idea de comprar un departamento propio… Aunque si comparamos el proyecto con la experiencia vacacional, el depto de uno o dos ambientes en Belgrano o Colegiales, se va a transformar en una carpa en Villa Soldati. Pero bueno, soñar no cuesta nada…
Empiezan los preparativos: preparo el bolso para irme seis días a Santa Teresita. Sí, uno no elige una playa top como Punta del Este, Villa Gesell o Pinamar, con la excusa de que a uno le gustan los lugares más tranquilos y más familiares, pero la realidad es que uno termina yendo a su departamentito, con tal de ahorrarse la plata del hotel.
Aunque sólo vaya por seis días, en ese tiempo tengo que estar cómoda, y si no puedo elegir qué espectáculos disfrutar, a qué restaurante ir, siempre por el tan recurrente pensamiento: “mejor, quedate en casa y lo que ahorrás lo disfrutás de otra manera”; tengo que tener la posibilidad de elegir qué ponerme. Entonces en lugar de llevar lo mínimo indispensable, termino sentándome en el bolso para poder cerrarlo.
Después comienza el repaso mental: “puse el celular, puse ocho pares de jeans, veinticinco remeras, tres polleras…” porque, aunque soy una chica que prefiere el jean, es verano, y uno está en un lugar donde nadie lo conoce, o sea que puedo cambiar sin miedo al prejuicio, y ponerme la pollerita que en Capital nunca me pondría, e incluso combinarla con una remera amarilla, ojotas violetas, y rematarla con una vincha naranja, anulando el flequillo que tantos minutos de planchita y secador acumuló. Siguiendo con el listado mental, y muchas veces verbal, pienso no olvidarme las ojotas, indispensables para la playa, la ropa interior, indispensable para cualquier momento, la bikini, make-up, accesorios para el pelo, aritos, collares, pulseras, anillos, todo tipo de boludeces, que seguramente no voy a usar, pero que igual decido llevar con la ilusión de ir a alguna fiesta o a algún evento que lo amerite pero que sea gratuito, obviamente.
El problema es que a veces el repaso mental y/o verbal no es suficiente, y aunque se que sólo me estoy yendo seis días, y a sólo 350 km de distancia, necesito hacer una lista por escrito como si me estuviera yendo a la Polinesia por un año. De todas maneras, la lista por escrito es muy útil, porque así me acuerdo de las cosas indispensables que no incluí en el bolso por las otras cosas que creí indispensables (y que de todas maneras no pienso sacar!). Así me acuerdo del cargador del celular, que aunque se que probablemente nadie me va a llamar en vacaciones, porque a pesar de que te digan “nos mensajeamos y uno de estos días hacemos algo, te parece?”, en vacaciones uno se desconecta. Pero el celular no puede faltar porque me quiero desconectar, pero tampoco tanto! Por más que nadie me mande un mensajito, que se me acabe el crédito apenas baje del micro, que tenga que recurrir a una recarga miserable de $2, y que me rehúse a comprar una tarjeta y recargarlo (aunque sea por un par de días diciendo que no le voy a dar un centavo más a la compañía telefónica, es un hecho que cuando en la pantallita aparezca: “sólo por hoy carga una tarjeta de $40, te lo duplicamos, te llevas 300 mensajes de regalo, tenés 80 minutos para hablar, podes agrandar tus papas y llevarte un muñequito…” en ese mismo momento uno se olvida de todo, y, NO PODÉS NO RECARGAR!)
Después de poner el cargador, el DNI, la billetera, una gilette para depilarme (el eterno karma femenino!), shampoo, jabones, y el cepillo de dientes con su infaltable compañera: la pasta dental; me vuelvo a sentar sobre el bolso, lo cierro por enésima vez, pero siempre pensando que va a ser la definitiva. Ya está todo, no me olvidé de nada, solo hago un mínimo repaso, no mental o verbal, porque esta vez tengo la lista, solo tengo que tomar una lapicera y tickear todos los elementos, el único problema es que no encuentro ni la lista ni la lapicera, y se me va el tren!!!
Aunque sé que en general los trenes no andan a horario, quería llegar a esa hora a la estación, porque por algo perdí quince minutos buscando los horarios de los trenes, cuando esos minutos hubieran sido de gran ayuda en ese momento para encontrar la lista y la lapicera. No importa, confío en que está todo, no me falta nada. Bolso con infinidad de conjuntos en mano, cartera con cosas para comer en el micro en el hombro, mochila con apuntes de la facultad y libros para leer en la espalda (que aunque se que en solo seis días no voy a poder leer todo eso, quiero llevar variedad, quiero elegir qué leer, porque como dije antes, sino puedo elegir a dónde ir, qué espectáculos ver, en qué restaurantes comer, voy a elegir qué ropa ponerme y qué libros leer. Además, psicológicamente hablando, me hace sentir menos culpable, al menos la intención de leer la llevo conmigo). Sin poder caminar demasiado y tambaleando, pero agradeciendo que los 50 mts de pasillo que separan mi casa de la vereda solo tengan 80 cm de ancho, emprendo con entusiasmo los primeros pasos que me separan de mis vacaciones.
Llego a la vereda, y zas! Los pasajes! Menos mal que recuerdo haberlos puesto en la cartera antes de armar todo el bolso. Pero lo peor es que pasó taaaanto tiempo, que no puedo evitar preocuparme, y no voy a seguir avanzando para darme cuenta que no tengo los pasajes antes de subirme al micro. Suelto el bolso, me saco la mochila, y chequeo en la cartera, que aunque sea chica y sin compartimientos internos, el shampoo, el esmalte de uñas, el quita esmalte, el algodón y el protector solar, no me dejan encontrar los benditos pasajes. Después de unos minutos, los encuentro doblados en el fondo, y, sinceramente, no me reprocho haber demorado unos cinco minutos más, incluso me felicito a mí misma que siendo tan olvidadiza, esta vez no me olvidé nada. No llego al tren que pensaba tomar, ni siquiera llego al siguiente, pero fui precavida, y como quise llegar demasiado temprano a la Terminal, ahora voy a llegar “justo”, pero siempre utilizando una filosofía, y sabiendo que los otros dos trenes anteriores no eran para mí.
Me pongo la mochila, agarro el bolso, y empiezo a caminar. Mi casa solo queda a tres cuadras de la estación, en solo minutos voy a estar sentada en el tren, mirando por la ventana lo que veo todos los días cuando voy a trabajar, pero lo voy a mirar con otros ojos, con otro entusiasmo, porque se que en horas, voy a dejar de ver lo que veo todos los días para ver lo que veo todos los años en verano.
Llego a la estación, y antes de sacar mi boleto, dejo que la ancianita que llegó a la ventanilla al mismo tiempo que yo, saque el pasaje primero. La ancianita además de hablar con el boletero, saca un boleto de $0,80 con un billete de $100. Yo espero pacientemente porque: me voy de vacaciones. Cuando llega mi turno, el boletero me dice que no me puede cambiar un billete de $2 y cuando pregunto qué puedo hacer entonces, me contesta, que no tiene la menor idea, lo que sin enojarme interpreto como: “no te preocupes, sacá en destino.” Cualquier otro día su respuesta me hubiera enojado, pero hoy no, hoy no, porque me voy de vacaciones. Agarro el bolso nuevamente, mientras trato de guardar los $2 en el bolsillo, cuando veo que se me va el tren. En estaciones como Drago, Colegiales, Carranza para unos 10 minutos, no en Villa Pueyrredón; en Villa Pueyrredón, arranca al mismo tiempo que yo pienso si corro 100 mts y se me rompe el bolso, o si voy por el tunel y me rompo una pierna. El tren se me fue, y ya no puedo pensar en no enojarme porque empezaron mis vacaciones, en que ese tren no era para mí; ese tren sí era para mí, y lo perdí en frente mío, pocas cosas se pueden comparar con esa frustración, con esa bronca. Sigo caminando pensando que tengo 15 minutos de espera que podría haber utilizado para buscar la lista, o maquillarme. Pero en esos momentos pienso que hay cosas peores, como cuando uno corre el colectivo en medio de la lluvia, y el colectivero no te abre la puerta mientras que con el dedito te dice que no, y te señala la parada que tenés a 50 mts. Me dedico a mirar mi hermosa estación, y a despedirme de mi barrio por un par de días. Llega el tren, llega mi tren. Milagrosamente no se detiene ni en Drago, ni en Colegiales, ni en Carranza y llego a Retiro con 30 minutos para llegar caminando a la Terminal de Ómnibus. Llego a la Terminal sin problemas, porque ya nada más me puede pasar, creo que ya estoy más allá del bien y del mal, ya nada me afecta, y no me parece necesario contar, que aunque el boletero nunca está en Retiro, esta vez sí estaba, y yo trataba de explicarle porqué no tenía boleto mientras que intentaba pasar por el molinete, tampoco me parece necesario contar las veces que se me dio vuelta el bolso, el dolor de hombros que tenía por la mochila y el termo hirviendo que me tocaba las costillas, pero que valía la pena soportar para tomar unos mates en el micro. Llego a la Terminal, y ahora sólo tengo que buscar la plataforma y, obviamente, el micro no podía salir de las plataformas 1 a la 10, tenía que salir de la 40 a la 50, entonces tengo que seguir caminando tres cuadras más mientras se me cae la cartera, se me chorrea el agua del termo quemándome la pierna y las rueditas del bolso me golpean los talones, de todas maneras, todo lo hago con una sonrisa. Cuando finalmente llego a las plataformas, todavía tengo 10 minutos para que el micro salga, pero en esos 10 minutos no puedo estar en paz porque tengo que soportar un tsunami de estímulos visuales y auditivos. Trato de escuchar por qué plataforma sale mi micro pero solo puedo oír: “Transportes Plaza anuncia el arribo de… El Rápido Argentino anuncia la llegada de Misio… Plusmar anuncia el arribo de Mendo…” y el celular que no para de sonar, pero que no puedo encontrar en la cartera sin importar el mínimo tamaño de la misma y el hecho que no tenga compartimientos! Entonces cuando mi tolerancia auditiva colapsa, trato de fijarme en la pantalla electrónica por cuál de las 10 plataformas sale mi micro, hasta que desisto ya que después de analizar el significado de las abreviaturas descubro lo que tendría que haber sospechado desde un principio, que mi micro no aparece. Una vez que encuentro y apago el celular, escucho: “El Rápido Argentino anuncia su partida con destino a Mar de Ajo… desde la plataforma 45” ese es mi micro! Suben los bolsos, y cada vez estoy más cerca de relajarme… pero todavía no! Ahora tengo que pensar donde poner las etiquetas que te dan para saber de quién es cada bolso, y que al bajar del micro me lo devuelvan sin preguntarme vida y obra del bolso en cuestión y de su interminable contenido! Ahora sí, sólo con la cartera, la mochila, y el termo en mano, subo al micro, por la estrecha escalerita que me conduce al piso de arriba. Mientras busco mi asiento, le pego un mochilazo a la señora del asiento de al lado que, contrario a las expectativas de putearme como lo hubiera hecho cualquier otra persona en un colectivo de Capital, me sonríe y me saluda, ¿¿por qué?? Porque está de vacaciones y ya nada importa, uno cambia la onda, no importa a donde vayas, lo único que importa es escapar de Buenos Aires, escapar del ruido y el bullicio, del colectivero que no te dijo que te tenías que bajar hace 30 cuadras, del almacenero que te dio vuelta el cartelito de CERRADO justo cuando te diste cuenta que te faltaba azúcar, de las caras de los cientos de porteños que no se pueden ir de vacaciones o que volvieron al calor y trajín de la ciudad y te miran como si te odiaran. El micro arranca… oficialmente: ¡¡¡Adiós Buenos Aires!!!

Hipocresía

Era veintiuno de febrero, el día que cumplía mis tan esperados dieciocho años. Ese sería el último cumpleaños que compartiría con mi familia. Estaba tan cansada de vivir de esa manera, rodeada sólo de una felicidad artificial…
Teníamos dinero y tierras y más de una vez la gente hablaba de nosotros como el potencial gobierno. “no debes dar una mala impresión Susan, entonces por favor, sonreí,” mi madre me repetía cuando era una niña. Nunca me dejó jugar con otros niños, “Vos sos diferente Susan, debés estar donde están tus padres,” y para mi disgusto, mis padres siempre estaban en ceremonias de la alta sociedad. Mi cumpleaños no era la excepción: no era una íntima celebración, por el contrario, había mucha gente invitada (la mayoría que yo no conocía). Cada año era lo mismo, cada celebración era lo mismo. Todo era tan falso, tan artificial. Me preguntaba porque se seguían reuniendo si no se podían tolerar realmente. Pero, por supuesto, la respuesta era evidente, mantener las apariencias es importante para cierta gente, especialmente para los ricos.
La inmensa casa se dividía en “diferente secciones” durante la fiesta, cada una de las cuales tenía como objetivo principal criticar las otras. Altas mujeres en ajustados vestidos bebían champagne y reían irónicamente como si fueran damas, cuando eran sólo oportunistas que habían tomado por maridos a hombres ricos tratando de alcanzar así sus sueños de riqueza; sin saber que estaban desperdiciando su más preciado tesoro: su juventud. Hombres en elegantes trajes pretendían ser maridos fieles a sus esposas, quienes eran sólo escudos detrás de los cuales escondían sus amantes. Sus esposas tampoco eran fieles, pero ambos preferían seguir atados al otro sólo para afectar ese prestigio que tanto disfrutaban.
“Pobre gente,” pensé, “piensan que le mundo gira alrededor de ellos, pero la ambición y el engaño están escritos en sus caras.”
“¡Vamos Susan!” mi madre me gritó, “vamos a sacar una foto.” “Otra mentira, otra cortina cubriendo la verdad,” pensé. Me seguía preguntando si la cámara podría tomar la verdadera esencia del momento. Algunas personas dicen que una imagen vale más que mil palabras, sin embargo, las apariencias pueden ser engañosas. “¡Sonrían!” alguien gritó. Fue suficiente para hacernos sonreír de oreja a oreja.
Nadie estaba feliz de estar allí, pero la foto familiar debe haber sido una buena para agregar a la “colección de hipocresía.” Nunca pude verla porque dejé mi casa al día siguiente treinta años atrás.

Hypocrisy

It was February, 21st the day of my so long-awaited 18th birthday. It would be the last birthday I shared with my family. I was so tired of living in that way, surrounded by nothing but superficial happiness…
We were wealthy landowners and more than once people talked about us as the potential future government. “You shouldn’t give a bad impression Susan, so please, smile,” my mother repeated to me as a child. She never let me play with other children, because she said, “You are different Susan, you must be where your parents are,” and to my disgust, my parents were always attending ceremonies held by high-society. My birthday was not the exception: it was not a small party, on the contrary, a lot of people (most of whom I didn’t know) were invited. Every year was the same, every party was the same. Everything was so false, so artificial. I wondered why they kept on gathering together if they couldn’t tolerate each other. But of course the answer was clear, keep up appearances is important for some people, especially to the rich.
The large hose was divided into “different sections” during the party, each opf which had as its main goal criticizing the other one. Tall women in long tight-fitting dresses drank champagne and laughed ironically as if they were ladies, when they were no more than opportunists who had married old men trying to reach their dreams of richness; not knowing that they were wasting their priceless treasure: their youth. Men in elegant suits pretended to be loyal husbands to their wives, who were just shields behind which they hid their affairs. Their wives were not faithful either, but both of them preferred being tied to each other to lower the prestige they so much enjoyed.
“Poor people,” I thought, “they think the world revolves around them, but ambition and deceit are written all over their faces.”
“Come on Susan!” my mother shouted at me, “we are going to take a photograph.” “Another lie, another curtain hiding the truth,” I thought. I kept on wondering whether the camera could catch the real essence of the moment. Some people say that one image is worth more than a thousand words, however, appearances can be deceptive. “Smile!” someone shouted. It was enough to make us grin from ear to ear. Nobody was pleased about being there, but the family photo must have been a very good one to add to their “collection of hypocrisy.” I have never seen it because I left home the following day thirty years ago.

Como ver el mundo a través de un agujero negro

Soy el ombligo de una adolescente de dieciocho años. No soy una de esas personas a las que les gusta fanfarronear acerca de sí mismos, pero debo decir que soy una de las partes más hermosas y especiales de nuestro cuerpo. Soy único. No soy como las piernas, los brazos, las manos, etcétera, etcétera, que siempre trabajan en grupo; yo soy independiente. Uno puede decir que la nariz es independiente también, pero siempre está fría, colorada y la suenan todo el tiempo, si eso es una vida, ¡mejor recurro al suicidio!
Nacimos al mismo tiempo. Bueno, en realidad, soy como una mariposa, tuve una vida previa. Solía ser una cosa, pero después me convertí en algo completamente diferente y mucho más hermoso. Al principio, era el cordón umbilical que nos unía a nuestra mamá, pero después me independicé completamente cuando el doctor me cortó (no es necesario decir que ese fue uno los momentos más traumáticos de mi vida).
Estoy justo en el centro de la panza. Tenemos una hermosa panza chata y una muy atractiva cintura; puedo decir que estoy realmente orgulloso de la parte del cuerpo en donde vivo. Nunca he escuchado ninguna queja sobre nosotros. Cuando éramos más jóvenes, solíamos usar remeras cortas y pantalones de cintura baja, especialmente en verano. De esa forma, podía disfrutar del mundo que tanto amaba. ¡Oh! Creo que me olvidé de decir que puedo ver el mundo porque soy diferente a todos los demás introvertidos ombligos. Nunca he sido tímido, entonces no pude entender porque tenía que estar oculto en un agujero negro. Aunque nuestros padres hicieron cosas inútiles -y a veces estúpidas- para meterme de nuevo adentro, como cubrirme con cinta adhesiva, yo no iba a rendirme.
Bueno, como iba diciendo, he pasado gran parte de mi vida bronceándome gracias a que usamos ropa diminuta. Pero después crecimos, llegamos a la adolescencia y decidimos que teníamos que ser más reservados. De todas maneras, se que aún soy especial para ella porque nunca se ha quejado de que yo soy diferente del resto; por el contrario, ella me ama. Sin embargo, mi vida no es maravillosa. Hay gente que al no estar satisfecha con nuestra belleza natural nos quiere hacer piercings. Nunca podré olvidar el verano pasado cuando fuimos al shopping con una amiga nuestra. De hecho, yo no quería ir. Estaba cansado porque habíamos estado sentados todo el día y –aunque somos flacos- un rollo me había estado aplastando y no podía respirar (casi lloro ese día). Pero cambié de idea porque pensé que íbamos a comprar algo lindo para mí, como una remera colorida y no esas aburridas camisetas que usamos en invierno.
Desafortunadamente, estaba equivocado y los dos vimos como el obligo de nuestra amiga era perforado. Pobre Bobby (ese era el nombre del ombligo de nuestra amiga), estábamos hablando en el camino y él parecía presentir lo que le iba a suceder. Lo peor es que yo pensé que yo sería el siguiente. Gracias a Dios, somos muy sensibles y nunca haríamos una cosa así. Esa tarde va a quedar gravada en mi memoria eternamente, pude haber muerto dos veces: una, aplastado por ese asqueroso rollo y, la otra, apuñalado sin piedad.
Otro problema de estar afuera es que uno se enfría fácilmente en invierno. Pero en estos días estoy tratando de reflexionar sobre la forma en que encaro mi vida. Me refiero a que ahora puedo ver que yo solía pasar la mayor parte de mi tiempo contemplando mi vida, pensando demasiado en mis problemas. Después de haber visto lo que le pasó a Bobby, me he dado cuenta de que hay ombligos en el mundo con problemas mucho más graves que los míos.
Para ser honesto, no puedo quejarme. Estoy en el centro del cuerpo, ni muy arriba, ni muy abajo. A pesar de ser diferente, no soy discriminado; por el contrario, soy amado y admirado por todos (vanidad es un tema aparte). No hay necesidad de decir que mis padres me aceptaron y que los cuatro vivimos felices juntos sin tener en cuenta lo que dicen los demás.