domingo, 16 de agosto de 2009

Camino al cielo



Camino al cielo
Toda su vida Mrs Foster había tenido un casi patológico miedo a perder un tren, un avión, un bote, o incluso el comienzo de una obra de teatro. En otros respectos, no era una mujer particularmente nerviosa, pero el solo hecho de llegar tarde en ocasiones como esta la ponía en tal estado de nervios que empezaba a temblar. No era algo importante –sólo un pequeño músculo en la esquina del ojo izquierdo, como un guiño secreto –pero lo molesto era que se negaba a desaparecer hasta después de una hora más o menos después de que el tren o el avión o lo que sea había sido alcanzado sin problemas.
Era realmente extraordinario como en ciertas personas una simple aprehensión sobre algo como alcanzar un tren puede convertirse en una seria obsesión. Al menos media hora antes de salir de la casa hacia la estación, Mrs Foster saldría del ascensor lista para salir, con sombrero, saco y guantes, y luego, siéndole difícil sentarse, revolotearía de habitación en habitación hasta que su marido, que ya debía saber de su estado, finalmente saliera de su intimidad y sugiriera en una voz seca y calmada que tal vez era mejor ir saliendo, no?
Mr Foster podía haber tenido posiblemente el derecho de irritarse por esta tontería de su esposa, pero no tenía ninguna excusa para aumentar su desdicha al dejarla esperando innecesariamente. Pero no es certero que esto es que lo él hacía, sin embargo, cada vez que tenían que ir a algún lugar, su tiempo era tan preciso –sólo uno o dos minutos tarde, usted entiende- y su modo tan insulso que era difícil creer que él no estuviera intencionalmente infligiendo su desagradable pequeña y privada tortura en la infeliz dama. Y una cosa que debía haber sabido –que ella nunca se atrevería a llamarlo y decirle que se apurara. La había disciplinado muy bien en ese sentido. También debía haber sabido que si él estaba dispuesto a esperar hasta el último momento, la podía poner histérica. En uno o dos ocasiones especiales en los últimos años de su vida de casados, casi parecía que quería perder el tren simplemente para aumentar el sufrimiento de la pobre mujer. Asumiendo (aunque uno no puede estar seguro) que el marido era culpable, lo que hacía de su actitud algo doblemente irrazonable era el hecho de que, con la excepción de esta única, mínima, incontenible manía, Mrs Foster era y siempre lo había sido una buena y cariñosa esposa.
Por más de treinta años, ella lo había servido bien y lealmente. No había duda sobre ello. Incluso ella, una mujer muy modesta, estaba al tanto de esto, y aunque por años se había rehusado a creer que Mr Foster podía atormentarla concientemente, hubo momentos en los que había empezado a dudarlo.
Mr Eugene Foster, quien estaba cerca de los setenta años de edad, vivía con su esposa en una gran casa de seis pisos en la ciudad de Nueva York, en la calle Este 62, y tenían cuatro sirvientes. Era un lugar oscuro, y muy poca gente iba a visitarlos. Pero en esa mañana particular de enero, la casa había revivido y había bastante movimiento. Una criada distribuía pilas de sábanas para cubrir el polvo en casa habitación, mientras que otra las extendía sobre los muebles. El mayordomo bajaba el equipaje y lo acomodaba en el hall. El cocinero salía constantemente de la cocina para hablar con el mayordomo, y Mrs Foster, en un anticuado abrigo de piel y con un sombrero negro en su cabeza, volaba de una habitación a otra pretendiendo supervisar esas operaciones. En realidad solo pensaba en que perdería el avión si su marido no salía de su estudio rápido y se preparaba.
‘¿Qué hora es, Walker?’ le dijo al mayordomo mientras pasaba.
‘Son las nueve y diez señora’
‘¿Y ha llegado el auto?’
‘Sí, señora, está esperando. Voy a empezar a subir el equipaje.’
‘Nos lleva una hora llegar a Idlewild,’ dijo. ‘Mi avión despega a las once. Tengo que estar allí media hora antes para las formalidades. Voy a llegar tarde. Se que voy a llegar tarde.’
‘Creo que tiene suficiente tiempo, señora,’ dijo el mayordomo amablemente. ‘Le avisé a Mr Foster que usted debía salir a las nueve y cuarto. Todavía tiene cinco minutos.’
‘Sí, Walker, ya lo se. Pero sube el equipaje rápido por favor.’
Empezó a caminar nerviosa por el hall y cuando el mayordomo se acercaba, le preguntaba la hora. Éste, se repetía a ella misma, era el avión que no debía perder. Había llevado meses convencer a su marido de que la dejara ir.
Si lo perdía, él podía fácilmente decidir que ella debía cancelar todo. Y el problema era que insistía en acompañarla al aeropuerto. ‘Dios,’ dijo en voz alta, ‘Voy a perderlo. Lo se, lo se, se que lo voy a perder.’ El pequeño músculo cerca de su ojo izquierdo temblaba incontrolablemente en ese momento. Sus ojos estaban muy cerca de las lágrimas.
‘¿Qué hora es Walker?’
‘Nueve y dieciocho señora.’
‘¡Ahora sí que lo voy a perder!’ gritó. ‘¡Oh, desearía que venga!’
Este era un viaje importante para Mrs Foster. Ella iba sola a París a visitar a su hija, su única hija, que estaba casada con un francés. Mrs Foster no se interesaba mucho por el francés, pero amaba a su hija, y, más que eso, tenía muchas ganas de ver a sus tres nietos. Sólo los conocía por las fotos que recibía y que ponía por toda la casa. Eran hermosos, esos chicos. Ella los adoraba, y cada vez que una nueva foto llegaba la llevaba consigo y se sentaba por un largo tiempo, mirándola con cariño y buscando en las pequeñas caras signos de ese viejo parecido de familia que significaba tanto. Y ahora, últimamente, ella sentía más y más que no quería realmente vivir sus días en un lugar donde no estuviera cerca de esos chicos, y que la pudieran visitar, y llevarlos de paseo, y comprarles regalos, y verlos crecer. Sabía, por supuesto, que estaba mal y que era de alguna forma desleal tener esos pensamientos mientras que su esposo todavía estaba vivo. También sabía que aunque él ya no era activo en sus muchas empresas, él nunca consentiría en abandonar Nueva York y vivir en París. Era un milagro que había aceptado dejarla volar sola por seis semanas para visitarlos. Pero, oh, ¡como deseaba vivir allá siempre, y estar junto a ellos!
‘Walker, ¿qué hora es?’
‘Nueve y veintidós señora’
Mientras hablaba, una puerta se abrió y Mr Foster entró en el hall. Se detuvo un momento, mirando a su esposa, y ella también lo miró –a este diminuto pero aun así prolijo viejo hombre con su gran cara barbuda que tenía un asombroso parecido a aquellas viejas fotografías de Andrew Carnegie.
‘Bueno,’ dijo, ‘supongo que tal vez sería mejor ir yendo pronto si querés alcanzar el avión.’
‘¡Sí, querido, sí! Todo está listo. El coche está esperando.’
‘Está bien,’ dijo. Con su cabeza aun lado, la miraba de cerca. Él tenía una manera peculiar bajar la cabeza y luego moverla en una serie de pequeñas, rápidas sacudidas. Por esto y porque estaba estrechando sus manos arriba hacia el frente, cerca de su pecho, era como un ardilla allí parada –una rápida inteligente vieja ardilla del parque.
‘Acá está Walker con tu abrigo, querido. Ponételo.’
‘Estaré en un momento,’ dijo. Sólo voy a lavarme las manos.’
Ella lo esperó, y el alto mayordomo estaba a su lado, sosteniendo el abrigo y el sombrero.
‘Walker, ¿voy a perderlo?’
‘No, señora,’ dijo el mayordomo. ‘Creo que va a llegar justo a tiempo.’
Luego Mr Foster apreció otra vez, y el mayordomo le ayudó a ponerse el saco. Mrs Foster se apuró para salir y subir al Cadillac contratado. Su marido la siguió, pero bajaba los escalones lentamente, tomando una pausa para observar el cielo y para respirar el frío aire matutino.
‘Parece un poco neblinoso,’ dijo mientras se sentaba junto a ella en el auto. ‘Y siempre es peor afuera allá en el aeropuerto. No me sorprendería si el vuelo ya ha sido cancelado.’
‘No digas eso querido, por favor.’
No hablaron otra vez hasta que el coche cruzo el río hacia Long Island.
‘Arreglé todo con los sirvientes,’ dijo Mr Foster. ‘Todos se van hoy. Les di medio sueldo equivalente a seis semanas y le dije a Walker que le mandaría un telegrama cuando los quisiéramos de regreso.’
‘Si,’ dijo ella. ‘Me dijo.’
‘Me mudaré al club esta noche. Será un lindo cambio quedarme en el club.’
‘Si querido. Te escribiré.’
‘Llamaré a casa frecuentemente para chequear que todo está bien y para agarrar el correo.’
‘¿Pero no crees realmente que Walker debería quedarse en la casa para cuidar de las cosas?’ preguntó dócilmente.
‘De ninguna manera. Es innecesario. Y de todas maneras, le tendré que pagar el sueldo entero.’
‘Oh si’, dijo ella. ‘Por supuesto.’
Y además, nunca se sabe que puede hacer la gente cuando uno la deja sola en una casa,’ anunció Mr Foster, y al decir eso sacó un puro y, al cortarle la punta con un cortador de plata, lo encendió con un encendedor de oro.
Ella permanecía sentada en el auto con sus manos apretadas fuertemente bajo la alfombra..
‘¿Me escribirás?’ le preguntó.
‘Veré,’ dijo él. ‘Pero lo dudo. Ya sabés que no soy muy amigo de las cartas a menos que no haya algo específico que decir.’
‘Sí querido, lo se. Entonces no te molestes.’
Siguieron por Queen’s Boulevard, y al acercarse al plano terreno pantanoso donde Idlewild está construido, la niebla se volvió más densa y el auto tuvo que alentar la marcha.
‘¡Oh querido!’ gritó Mrs Foster. ‘¡Estoy segura que voy a perderlo ahora! ¿Qué hora es?’
‘No armes un escándalo,’ dijo el viejo hombre. ‘No interesa de todas maneras. Ya debe estar cancelado ahora. Nunca viajan con este clima. No se porque te molestas en salir.’
No podía estar segura, pero le parecía que de repente había una nueva nota en su voz, y se volvió para mirarlo. Era difícil notar un cambio en su expresión debajo de todo ese pelo. La boca era lo que importaba. Ella deseaba, como lo había hecho varias veces, poder ver la boca claramente. Los ojos nunca demostraban nada excepto cuando estaba furioso.
‘Por supuesto,’ siguió, ‘si por una casualidad sí sale el vuelo, entonces coincido con vos –seguramente lo vas a perder. ¿Por qué no te resignas?’
Ella miró hacia otro lado por la ventana, hacia la niebla.
Parecía volverse más densa mientras avanzaban, y ahora sólo podía ver el borde de la calle y un margen de pasto detrás. Sabía que su marido todavía la estaba mirando. Lo miró nuevamente, y esta vez notó con horror que estaba mirando exclusivamente a ese pequeño lugar en la esquina de su ojo izquierdo en donde podía sentir su músculo temblar.
‘¿No?’ él dijo.
‘¿No qué?’
‘¿No estás segura de que ahora lo vas a perder si sale? No podemos manejar rápido en esta mugre.’
No le habló más después de eso. El auto seguí avanzando. El conductor tenía un farol amarillo dirigido al borde de la calle, y eso lo ayudaba a seguir. Otras luces, algunas blancas y algunas amarillas, aparecían a través de la neblina, y había una especialmente brillante que los seguía cercana por detrás todo el tiempo.
De repente, el conductor detuvo el coche.
‘¡Ahí está!’ Mr Foster gritó. ‘Estamos atorados. Lo sabía.’
‘No, señor,’ dijo el conductor, ‘Llegamos. Este es el aeropuerto.’
Sin decir una palabra, Mrs Foster salió del auto y se apresuró a través de la entrada principal del edificio. Había una masa de gente adentro, sobre todo desconsolados pasajeros parados en las ventanillas. Ella trató de hacerse paso y habló con el encargado.
‘Sí,’ dijo él. ‘Su vuelo está temporalmente pospuesto. Pero por favor no se vaya. Esperamos que el tiempo despeje en cualquier momento.’
Volvió con su marido que seguía sentado en el coche y le contó las novedades.
‘Pero no esperas querido,’ ella dijo, ‘no tiene sentido.’
‘No lo haré,’ él le contestó. ‘Mientras que el conductor pueda llevarme de regreso. ¿Puede volver conmigo chofer?’
‘Creo que sí,’ dijo el hombre.
¿Está el equipaje afuera?
‘Sí, señor.’
‘Adios querido,’ dijo Mrs Foster, recostándose sobre el auto y dándole a su marido un pequeño beso en la áspera piel grisácea de su mejilla.
‘Adiós,’ él respondió. ‘Que tengas un buen viaje.’
El coche arrancó, y Mrs Foster se quedó sola.
El resto del día fue una especie de pesadilla para ella. Se sentó hora tras hora en un banco, tan cerca del mostrador como era posible, y cada treinta minutos más o menos se levantaba y le preguntaba al encargado si la situación había cambiado. Siempre recibía la misma respuesta –que debía seguir esperando porque la niebla podía desaparecer en cualquier momento. No fue hasta pasadas las seis de la tarde que los altavoces finalmente anunciaron que el vuelo había sido pospuesto hasta las once de la mañana del día siguiente.
Mrs Foster no sabía que hacer cuando escuchó las noticias.
Se quedó en le banco por lo menos por otra media hora, preguntándose, de una forma cansada y confusa, donde pasaría la noche. Odiaba abandonar el aeropuerto. No quería ver a su esposo. Esta aterrorizada de que de una manera u otra él eventualmente le impidiera ir a Francia. Le hubiera gustado quedarse en dónde estaba, sentada en el banco toda la noche. Eso sería lo más seguro. Pero estaba agotada, y no le llevó mucho tiempo darse cuenta que esto era algo ridículo para una mujer de su edad. Entonces finalmente buscó un teléfono y llamó a su casa.
Su marido, que estaba a punto de irse al club, contestó. Le comentó lo que había sucedido y le pregunto si los sirvientes estaban allí.
‘Ya se fueron todos,’ le dijo.
En ese caso, querido, conseguiré una habitación en algún lado por esta noche. No te molestes.’
‘Eso sería estúpido,’ dijo. ‘Tenés una gran casa a tu disposición. Usala.’
‘Pero, querido, está vacía.’
‘Entonces me quedo con vos.’
‘No hay comida en casa. No hay nada.’
‘Entonces comé algo antes de venir. No seas tan estúpida, mujer. Todo lo que hacés, parece que querés armar un escándalo al respecto.’
‘Si,’ dijo ella. ‘Lo siento. Voy a comprar un sandwich por acá, y después voy para allá.’
Afuera, la niebla había aclarado un poco, pero fue igual un largo y lento viaje en el taxi, y no llegó a la casa en la calle 62 hasta bastante tarde.
Su marido salió de su estudio cuando la oyó entrar. ‘Bueno,’ dijo, parado al lado de la puerta del estudio, ‘cómo estuvo París?’
‘Salimos a las once de la mañana,’ ella contestó. ‘Es definitivo.’
‘Si la niebla aclara.’
‘Ya está aclarando. Está viniendo un viento.’
‘Te ves cansada,’ dijo. ‘Debes haber tenido un día ansioso.’
‘No fue muy cómodo. Creo que me voy a ir directamente a la cama.’
‘Pedí un coche para la mañana,’ dijo. ‘Nueve en punto.’
‘Gracias querido. Y realmente espero que no vayas a molestarte en acompañarme.’
‘No,’ dijo lentamente. ‘No creo que lo haga. Pero no hay razón para que no me alcances hasta el club camino al aeropuerto.’
Ella lo miró, y en ese momento él parecía estar parado muy lejos de ella, más allá del borde. De repente era tan chico y lejano que no podía estar segura qué estaba haciendo, o qué estaba pensando, o incluso que era.
‘El club está en el centro’, ella dijo. ‘No está camino al aeropuerto.’
‘Pero tendrás mucho tiempo, querida. ¿No querés dejarme en el club?’
‘Oh, sí- por supuesto.’
‘Bueno. Entonces te veré en a mañana a las nueve.’
Fue a su habitación en el segundo piso, y estaba tan cansada de su día que se durmió enseguida que se recostó.
A la mañana siguiente, Mrs Foster se había levantado temprano, y a las ocho y media estaba abajo y lista para salir.
Poco después e las nueve, su marido apareció. ‘¿Preparaste café?’ preguntó. ‘No, querido. Pensé que ibas a tener un rico desayuno en el club. El auto está aquí. Ha estado esperando. Estoy lista para salir.’
Estaban parados en el hall –ellos siempre parecían encontrarse en el hall últimamente- ella con su sombrero y tapado y cartera, él en una campera Eduardiana de curioso corte con altas solapas.
‘¿Tu equipaje?’
‘En el aeropuerto.’
‘Ah sí,’ dijo. ‘Por supuesto. Y si me vas a llevar primero al club, supongo que tendríamos que ir yendo, no?’
‘¡Sí!’ ella gritó. ‘¡Sí por favor!’
‘Solo voy a buscar algunos puros. Enseguida vengo. Vos subí al auto.’
Ella se dio vuelta y salió hacia donde estaba el chofer, y él le abrió la puerta del auto mientras ella se acercaba.
’Qué hora es?’le preguntó.
‘Casi nueve y cuarto.’
Mr Foster salió unos cinco minutes más tarde, y viéndolo mientras bajaba los escalones lentamente, ella notó que sus piernas eran como patas de cabra en aquellos pantalones que él usaba. Como le día anterior, él hizo una pausa a mitad de camino para respirar el aire y examinar el cielo. El tiempo aún no había aclarado del todo, pero había un rayo de sol asomándose entre la neblina.
‘Tal vez tenés suerte esta vez,’ dijo mientras se acomodaba al lado de ella en el coche.
‘Apúrese por favor,’ le dijo al chofer. ‘No se preocupe por la alfombre. Yo acomodaré la alfombra. Por favor en marcha. Voy a llegar tarde.’
El hombre volvió a su asento detrás de la rueda y puso el auto en marcha.
‘¡Un momento!’ Mr Foster dijo de repente.’ Espere un segundo chofer, ¿si?’
‘¿Qué pasa querido?’ Ella lo veía examinando los bolsillos de su abrigo.
‘Tenía un regalito que quería que le lleves a Ellen,’ él dijo. ‘Ahora, ¿dónde puede estar? Estoy seguro que lo tenía en mis manos mientras bajaba.’
‘Nunca te vi trayendo nada. ¿Qué clase de regalo?’
‘Una pequeña caja envuelta en papel blanco. Me olvidé de dártela ayer. No quiero olvidarme hoy.’
‘¡Una cajita!’ Mrs Foster gritó. ‘Nunca vi ninguna cajita!’ Ella empezó a buscar desesperadamente atrás del coche.
Su marido seguía buscando en los bolsillos de su saco. Luego desabotonó su saco y empezó a palpar su campera. ‘Caramba,’ dijo, ‘debo haberla dejado en mi pieza. Será solo un momento.’
‘¡Oh, por favor!’ gritó ella. ‘No tenemos tiempo! ¡Por favor dejala! Puedes mandarla por correo. Es solo uno de esos estúpidos pienes de todas maneras. Siempre le estás dando peines.’
‘¿Y qué tienen de malo los peines, puedo preguntar?’ dijo él, furiosos de que por una vez ella haya olvidado sus modales.
‘Nada querido, estoy segura. Pero…’
‘¡Quedate aquí!’ él ordenó. ‘Voy a buscarla.’
‘¡Apurate querido! ¡Por favor apurate!’
Se sentó quieta, esperando y esperando.
‘Chofer, ¿qué hora es?’
El hombre miró su reloj. ‘Son casi las nueve y media.’
‘¿Podemos llegar al aeropuerto en una hora?’
‘Justo.’
En ese momento, Mrs Foster vio la esquina de algo blanco metido entremedio del asiento en donde su marido había estado sentado. Se acercó y sacó una pequeña caja envuelta, y al mismo tiempo no pudo evitar notar que estaba demasiado metida adentro, como si una mano la hubiera empujado.’
‘¡Acá está!’ gritó. ‘¡La encontré! ¡Oh Dios, y ahora va a estar arriba buscándola por horas! Chofer, rápido –corra y vaya a buscarlo, por favor.’
El chofer, un hombre con una boca Irlandesa pequeña un tanto rebelde, no le preocupaba mucho nada de esto, pero salió del coche y subió las escaleras del frente de la casa. Luego se dio vuelta y volvió. ‘La puerta está cerrada,’ anunció. ‘¿Tiene una llave?’
‘Sí, espere un minuto.’ Empezó a buscar como loca en su cartera. Su pequeña cara se fruncía con ansiedad, sus labios sobresalían como una boquilla.
‘¡Acá está! No- iré yo misma. Va a ser más rápido. Sé donde puede estar.’
Se apuró al salir del coche y subió los escalones de la puerta principal, llevando la llave en su mano. Puso la llave en cerradura y estaba a punto de girarla –y luego paró. Su cabeza se elevó, y se quedó allí absolutamente paralizada, todo su cuerpo preso en medio de ese apuro de girar la llave y entrar en la casa, y esperó –cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez segundos, esperó. La forma en que esperaba allí, con su cabeza en el aire y su cuerpo tan tenso, parecía tratar escuchar la repetición de un sonido que había oído un momento atrás desde un lugar lejano en el interior de la casa. Sí –era obvio que estaba escuchando. Toda su actitud era la de un oyente. Parecía realmente mover una de sus orejas más y más cerca de la puerta. Ahora estaba justo sobre la puerta, y por unos segundos más se quedó en esa posición, cabeza arriba, oreja sobre la puerta, su mano en el picaporte, casi por entrar pero sin hacerlo, tratando, al menos parecía, de oír y analizar estos sonidos que provenían de un lugar profundo de la casa.
Luego, de repente, volvió a la vida. Sacó la llave de la cerradura y bajó corriendo las escaleras.
‘¡Es demasiado tarde!’ le gritó al chofer. ‘No puedo esperarlo, simplemente no puedo. Perderé el avión. ¡Apúrese chofer, apúrese! ¡Al aeropuerto!’
Si el chofer hubiera mirado atentamente, podría haber notado que su cara se había puesto absolutamente blanca y que toda su expresión de repente se había alterado. No había ya esa apariencia tonta y débil. Una peculiar dureza se había impregnado en sus rasgos. La pequeña boca, siempre tan fofa, estaba ahora firme y fina, los ojos estaban brillantes, y su voz, cuando hablaba, tenía una nueva nota de autoridad.
‘¡Apúrese conductor, apúrese!’
‘¿Su esposo no viaja con usted?’ preguntó al hombre, atónito.
‘¡No! Solo lo iba a dejar en el club. No le va a importar. Lo va a entender. Se tomará un taxi. No se quede ahí sentado hablando. ¡En marcha! ¡Tengo que alcanzar un avión a París!’
Con Mrs Foster apurándolo desde es asiento de atrás, el hombre manejó rápido durante todo el camino, y ella tomó su vuelo con unos minutos de sobra. Pronto ella estaba volando sobre el Atlántico, reclinándose confortablemente en su asiento, escuchando el vibrar de los motores, yendo a París finalmente. El nuevo humor seguía con ella. Se sentía extraordinariamente fuerte y, de una extraña manera, maravillosa. Estaba apenas jadeando, pero esto se debía más que nada al asombro ante lo que había hecho, y al alejarse más y más de Nueva York y de la calle Este 62, una gran sensación de alivio se apoderó de ella. Cuando llegó a París, estaba tan fuerte y calmada como podía desearlo.
Conoció a sus nietos, y eran incluso más hermosos en carne y hueso que en fotos. Era como ángeles, se dijo a sí misma, tan hermosos eran. Y todos los días los llevaba de paseo, y les hacía tortas, y les compraba regalos, y les contaba encantadoras historias.
Una vez por semana, los martes, le escribía a su marido una linda carta –llena de novedades y chismes, que siempre terminaban con las palabras ‘Asegurate de comer tus comidas regularmente, querido, aunque esto es algo que temo que no estés haciendo mientras yo no estoy con vos.’
Cuando las seis semanas llegaron a su fin, todos estaban tristes de que tenía que volver a America, con su marido. Todos, excepto ella. Sorpresivamente, no parecía importarle tanto como uno hubiera esperado, y cuando los saludó, había algo en su manera y en las cosas que decía que parecía indicar que posiblemente su regreso no sería en un futuro lejano.
Sin embargo, como la fiel esposa que era, no se quedó más tiempo. Exactamente seis semanas después de llegar, le mandó un telegrama a su esposo y tomó su avión de regreso a Nueva York.
Cuando llegó a Idlewild, Mrs Foster observó que no había ningún coche esperándola. Es posible que incluso podía haber estado un tanto alegre. Pero estaba extremadamente clamada y no le dio demasiada propina al portero que la ayudó a subir sus valijas en el taxi.
New York era más frío que París, y había montones de nieve sucia en las canaletas de las calles. El taxi estacionó en la casa de calle Este 62, y Mrs Foster convenció al conductor de que le suba sus dos grandes valijas a la cima de las escaleras. Luego le pagó y tocó el timbre. Esperó pero no hubo respuesta. Solo para segurarse, tocó nuevamente y podía sentirlo sonar fuertemente desde lejos en la cocina, al fondo de la casa. Pero aún así nadie vino.
Entonces tomó su propia llave y abrió la puerta.
Lo primero que vio al entrar fue una gran pila de cartas tiradas en el piso, donde habían caído luego de ser arrojadas por el cartero. El lugar estaba oscuro y frío. Una manta aun cubría el reloj del abuelo. A pesar del frío, la atmósfera era particularmernte opresiva, y había un tenue y curioso olor en el aire que nunca antes había olido.
Cruzó rápidamente el hall y desapareció por un momento por el rincón hacia la izquierda, hacia atrás. Había algo deliberado y decidido en esta acción; tenía el aire de una mujer que va a investigar un rumor o a confirmar una sospecha. Y cuando regresó unos segundos más tarde, había un pequeño brillo de satisfacción en su cara.
Hizo una pausa en el centro del hall, como preguntándose que haría después. Luego, de repente, se dio vuelta y fue directo al estudio de su marido. En su escritorio encontró su anotador, y después de buscar por un rato tomó el teléfono y marcó un número.
‘Hola,’ dijo. ‘Escuche –esto es Calle Este 62… Sí, es correcto. ¿Podría mandar a alguien lo antes posible? Si parece estar atorado entre el segundo y tercer piso. Por lo menos, allí es hacia donde apunta el indicador… ¿Ahora mismo? Oh, eso es muy amable de su parte. Sabe mis piernas no están tan bien como para subir tantas escaleras. Muchas gracias. Hasta luego.’
Colgó el teléfono y se sentó en el escritorio de su esposo, pacientemente a esperar al hombre que vendría pronto a arreglar el ascensor.

martes, 11 de agosto de 2009

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente un reloj, que los cumplas muy felices, y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con ancora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te ataras a la muñeca y pasearas contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a tí te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

jueves, 6 de agosto de 2009

En la oscuridad

Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gagin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gagin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gagin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.
Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.
Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano.
Luego le pareció que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y... desaparecía en el hueco negro de la ventana.
"¡Un ladrón!", se dijo como en un relámpago, y una palidez mortal se extiendió por su rostro.
En un instante su imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador está la vajilla de plata..., más allá el dormitorio..., un hacha..., los rostros de unos bandidos..., las joyas... Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.-¡Vasia! -exclamó zarandeando a su marido-. ¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta, Vasili, te lo suplico!-¿Qué ocurre? -balbucea el consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.-¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor..., ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.-¿Qué pasa? ¿Quién... es?-¡Dios mío! No oye... Pero, comprende, pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y...¡la vasija de plata está en el aparador!-¡Majaderías!-¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?
El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.
-¡Dios mío, qué seres! -gruñó-. ¿Es que ni de noche me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!-Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.-¿Y qué? Que entre... Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.-¿Cómo? ¿Qué dices?-Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla.-¡Eso es peor aún! -gritó María Michailovna-. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.-¡Vaya una virtud!... No permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.-¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante..., semejante... ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!-¡Dios mío!... -gruñó Gagin con fastidio-. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?-¡Vasili, que me desmayo!Gagin escupió con desdén, se calzó las zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.-Vasilia -le dijo-, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?-Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor.-¡Qué desorden! Cogen las cosas y no las vuelven a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.Al entrar en la cocina se dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas...-¡Pelagia! -gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla-. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?-¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?-Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.-Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como ésas...¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!-Bueno, bueno... No hay por qué gritar tanto... ¡Que se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?-Es vergonzoso, señor -dice Pelagia, con voz llorosa-. Unos señores cultos... y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros...-se echó a llorar-. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.-¡Bueno, basta!... ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.-Escucha, Pelagia -le dice-. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?-¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.Gagin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirige sin hacer ruido al dormitorio.María Michailovna se había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud."¡Cuánto tarda en volver! -piensa-. Menos mal si es ese... cínico, pero ¿y si es un ladrón?"Y en su imaginación se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza..., muere sin proferir un grito..., un charco de sangre...Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente.-¡Vasili! -gritó con voz estridente-. ¡Vasili!-¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí... -le contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos-. ¿Te están matando acaso? Se acercó y se sentó en el borde de la cama.-No había nadie -dice-. Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa..., una!...Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.-¡Lo que tú eres es una miedosa! -se burla de ella-. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una sicópata!-Huele a brea -dice su mujer-. A brea o... a algo así como a cebolla..., a sopa de coles.-Sí... Hay algo que huele mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía... ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer lo miraba con gran asombro, espanto y cólera...-¿Has cogido la bata en la cocina? -le preguntó palideciendo.-¿Por qué?-¡Mírate al espejo!El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras y muchas cosas más.
Si para recobrar lo recobrado
Debí perder primero lo perdido,
Si para conseguir lo conseguido,
Debí soportar lo soportado.

Si para estar ahora enamorado
Fue menester haber estado herido,
Tengo por bien sufrido lo sufrido,
Tengo por bien llorado lo llorado.

Porque después de todo he comprobado
Que no se goza bien de lo gozado
Sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido
Que lo que el árbol tiene de florido
Vive de lo que tiene sepultado.

Un patio

Con la tarde
Se cansaron los dos o tres colores del patio.
Esta noche, la luna, el claro círculo
No domina su espacio.
Patio, cielo encauzado.
El patio es el declive
Por el cual se derrama el cielo en la casa.
Serena,
La eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
De un zaguán, de una parra y de un aljibe.



Sobre las abreviaturas en los mensajes de texto

Actualmente, con el avance de la tecnología, la sociedad se ve inmersa en situaciones donde la comodidad y la rapidez son los únicos pilares a respetar. Así es que, hoy en día, la mayoría de las personas que se comunican a través de mensajes de texto abrevian al máximo, sin tener en cuenta ninguna norma ortográfica, con el único propósito de ahorrarse unos pocos movimientos de la mano.
Muchos pueden afirmar que el respeto o no por las reglas ortográficas en ese medio de comunicación es indistinto, pues, al fin y al cabo, nos hemos acostumbrado y nos entendemos. ¿Pero quién podría afirmar que nunca ha malinterpretado un mensaje debido a esta utilización excesiva e innecesaria de abreviaturas o la falta de signos de puntuación?
Por otra parte, el hecho de escribir constantemente de forma incorrecta conlleva las dudas y confusiones posteriores, cuando a la hora de redactar en nuestro verdadero idioma cuesta desarraigarse de las abreviaturas inventadas que se usan con tanta frecuencia.
Todos sabemos que nuestro idioma es muy rico, por lo tanto, dejar que éste se degenere con el único objeto de ahorrarse unos segundos de esta vida globalizada y tecnológica, podría calificarse como una mediocridad y una falta absoluta de criterio.
Es, en síntesis, inconcebible, que la lengua, que tanta historia trae en sí misma, sea modificada por las comunicaciones tan triviales que se realizan con el celular.

martes, 28 de julio de 2009

La reticencia de Lady Anne

Egbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los anteojos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.
Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación entre las 4:30 y las 6 en las tardes de invierno y finales de otoño; hacía parte de su vida conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna.
Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigrí era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro le habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.
Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.
-Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció- ; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.
Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de Terrateniente de la Guardia, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de "Malas Nuevas", les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas.
Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.
-¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor.
Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.
-Supongo que yo en parte he tenido la culpa -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor -. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano.
Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.
El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. "Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión" era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible sobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía.
Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.
Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones.
-Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.
Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas.
Lady Anne no dio señas de estar impresionada.
Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.
-Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza.
En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.
-¿No estamos siendo muy absurdos?
"¡Qué idiota!" fue el comentario mental de don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal, y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir.
Hacía dos horas que estaba muerta.